Apología de la mexicanidad
Cómo recuperar a la cultura mexicana de la vulgaridad obradorista.
Como todo nacionalismo, el obradorismo ha rebajado nuestra cultura. Mejor dicho: la ha trivializado. Toda abstracción de “cultura” ya es, de entrada, una simplificación grosera, pero aún más en el caso de México, porque no existe una cultura mexicana uniforme y homogénea sino todo lo contrario. Buena parte de la filosofía mexicana coincide precisamente en eso: que nacimos divididos y no nos hemos puesto de acuerdo en cuál es nuestra casa común. Probablemente ahí reside nuestra ingobernabilidad. No obstante, podríamos conceder que sí hay manifestaciones claras de mexicanidad, que hay ideas, tradiciones, prácticas y valores compartidos.
El obradorismo ha reducido esa comunidad de dos maneras, que en el fondo están relacionadas. Primero, reviviendo monografías viejas y trilladas. Es fácil para cualquier observador advertir que se trata de una reconstrucción del nacionalismo revolucionario, cuyos mitos están enterrados en los libros de la SEP y demás liturgias priistas. Segundo, mediante el maniqueísmo implícito en esas mismas monografías: de un lado la élite virreinal, por ejemplo, y del otro el pueblo de bronce bueno y sabio.
Creo que hay dos maneras de reivindicar las pocas manifestaciones de la civilización mexicana, de recuperarlas de la vulgaridad obradorista. La primera es muy obvia y se ha ejercido en México desde hace tiempo, además de ser una de nuestras mejores tradiciones literarias: la sátira. Es muy efectiva la escuela de Salvador Novo, de Jorge Ibargüengoitia, de Guillermo Sheridan. Primero, porque la ironía no es vulnerable al nacionalismo, al revés, lo desnuda: revela la solemnidad de sus hombrecitos; segundo, porque causa risa, una risa que no sólo es compartida, sino que convoca a mirar el objeto del sarcasmo de una forma más cruda y real. Es una escuela muy rica y divertida, pero cuyas fórmulas, creo, tampoco despiertan ya gran sorpresa.
Como todo nacionalismo, el obradorismo ha rebajado nuestra cultura.
La segunda es fundar una apología de la mexicanidad. México no cuenta con una escuela que lo haga desde fuera del nacionalismo. Los liberales del siglo XIX lo intentaron, pero, al incorporar el indigenismo y condenar la hispanidad, fracasaron. Lo mismo los conservadores, pero a la inversa: siempre fueron hispanistas. Los nuevos conservadores, como Vasconcelos, sí celebraron el mestizaje, pero vieron el nacionalismo a través del lente revolucionario. Y, finalmente, los neoliberales tecnificaron demasiado el lenguaje y no pudieron repensar la mexicanidad, ni siquiera describirla. En consecuencia, la construcción de la mexicanidad –o de esos destellos compartidos– quedó en manos del nacionalismo revolucionario –hoy el obradorismo– con todas las consecuencias nefastas que vemos: no sólo su simplificación y chabacanería, sino sobre todo su anclaje en el agravio y el resentimiento.
Por eso toca construir una apología. En pocas palabras: debemos ver qué nos gusta de nuestra civilización, qué vale la pena, fuera de los clichés. Para ello hay algunas pistas en Octavio Paz, sólo que él no fue un apologista sino un crítico, de modo que su mirada partía de un anhelo de transformación. La apología, en cambio, es una empresa conservadora. Y es justo lo que no existe en México fuera de los nacionalismos.
Una veta clara de nuestra mexicanidad es el lenguaje, el español mexicano. Octavio Paz vio en él una herramienta de la simulación. Yo también caí de joven en la trampa de condenarlo por su empleo irreflexivo de perífrasis, rodeos y circunlocuciones, que fomentan la confusión, el desorden y el desconcierto, e impiden el debate, el intercambio de ideas y la celebración de contratos. Sin embargo, el español mexicano es el gran “nosotros”. Si bien evoluciona continuamente y hay muchas expresiones regionales y de clase, es el gran formador de identidades mexicanas compartidas, es el logos. Nos toca celebrarlo, disfrutarlo, gozarlo, conocerlo, enriquecerlo, reverenciarlo. La mejor manera de celebrar el español mexicano es hablándolo sin censura.
Dicho sea de paso, esa simulación mexicana también tiene sus propias ventajas: primero que nada, asegura que uno nunca se aburra. El juego en México consiste en estar adivinando todos los días quién es quién; si es aliado, enemigo, si lo ama a uno o lo odia. Puesto que nunca sabemos la verdad del otro, tenemos que estar descifrándola, y eso asegura una forma peculiar de entretenimiento, tanto más cuanto que a quien más hay que descifrar es a menudo a uno mismo – y luego a uno mismo respecto a los demás. Tanto da.
La simulación mexicana también tiene sus propias ventajas.
Otra manifestación digna de conservarse es el libertinaje, en especial el sexual. No guardamos, como los americanos, una moral pública de la sexualidad, tan atada a la probidad en sociedad, esa que a ellos les vino del puritanismo. Acá el sexo no está demasiado moralizado, aunque la Iglesia y ahora las ideologías de género –que, dicho sea de paso, son importadas–, lo hayan intentado. Siempre ha habido esa rebeldía, precisamente por la simulación antes mencionada, que facilita las aventuras mentirosas. Tal vez ese sí es un digno fruto –¿o será causa?– de nuestro mestizaje, porque para que se diera fue necesaria cierta promiscuidad.
En fin, que cada quien escoja sus tesoros, pues quedamos que la mexicanidad ni es uniforme ni es objetiva. Noten, simplemente, que una apología madura en realidad debe pasar por la aceptación, no por la fantasía ni por la negación. Porque el pueblo ni es bueno ni es sabio, no tiene vastos depósitos de grandeza moral, pero tampoco de qué expiarse o lamentarse. Es un pueblo mezquino e hipócrita, y ahí reside su nervio, su fibra, hay que descubrir nuestra maldad, reconocerla, aprovecharla. Ya si no se quiere conservar todo eso, está bien, de todas maneras saberlo es la primera condición para cambiarlo.
*Este artículo se publicó el 28 de marzo del 2022 en Literal Magazine: Liga