Hace poco amaneció una cabeza humana a dos cuadras de mi casa en las afueras de Cancún, a donde me mudé escapando de la abrumadora Ciudad de México a inicios de la pandemia. Unos días después, cuatro cuerpos en una cisterna dos cuadras más adelante. Antes de la devastación ambiental causada por la explosión suburbana, a mi casa llegaban tucanes, changos, tarántulas, serpientes. Ahora, a escasos metros, restos humanos. El periodismo local lo atribuye a un enfrentamiento por la liberación de varios miembros de un cartel disputándose la plaza del pueblo más próximo. En las últimas semanas la zona ha estado llena de militares, policías, retenes y las noches marcadas por ráfagas de metralleta.
Muchas veces caminé con mi hijita de seis años justo donde cayó la cabeza para comprar paletas de hielo. En la paletería una señora me reconoció hace unos meses y me pidió mi teléfono para agregarme al chat de vecinos. Cuando apareció la cabeza me pidieron ayuda. Los vecinos buscaban darle sentido a la situación y alguien que pudiera ayudarlos. No supe qué hacer o qué decir. Aquí mismo he grabado los últimos tres años mis debates en la televisión nacional atendiendo los grandes temas y no pude dar una respuesta. A pesar de ser periodista, nunca había tenido un encuentro tan cercano con la barbarie. Hubiera querido darles un teléfono, un contacto, urdir un plan vecinal, pero mi silencio impotente profundizó su desamparo. Acaso peor: cuando les conté que el gobierno me había acusado de clasista y racista en la mañanera por decir que estábamos atestiguando la acapulquización de la Riviera Maya, supieron que mi voz no tenía interlocución con las autoridades.
Hace unos días fue el Día del Niño. Llevé a mi hija a un festival de la escuela, cerca de la cual también han aparecido cuerpos. Ahí también los padres me pidieron explicaciones. Siempre estoy tentado a recurrir a elucidaciones esquemáticas y abstractas como haría en la televisión y las revistas: sí, miren, como bien señala Fernando Escalante, el resquebrajamiento del Estado nos ha puesto en ruta hacia un orden premoderno.
En mi cabeza sé que esas abstracciones teóricas explican el salvajismo en nuestra propia calle. Esa misma semana el régimen obradorista continuó su vorágine jacobina con un golpe al orden constitucional, destruyendo a paso veloz las instituciones republicanas. El vacío lo llena el triángulo antidemocrático conformado por el crimen organizado, el Ejército y el propio presidente, quien les cede cada vez más territorio a los otros dos para acumular un efímero poder personal, lo cual resulta en el desamparo del ciudadano. ¿Pero qué le puedo decir a una madre, a una vecina, asustadas porque a su calle y escuela ha llegado la sangre?
Siempre estoy tentado a recurrir a elucidaciones esquemáticas y abstractas.
Las miradas expectantes me recuerdan a High Noon (A la hora señalada, 1952), la obra maestra de Alfred Zinnemann, en la que el Marshall Will Kane (Gary Cooper) defiende a su pueblito después de la excarcelación de Frank Miller y su pandilla de maleantes. Es el retrato del salto civilizador estadounidense fincado en el imperio de la ley pero logrado con la voluntad heroica de las autoridades. Acá también han liberado a unos maleantes que regresan a la comunidad, sólo que no hay sheriff; todavía peor: el sheriff está con los malos.
Mi hijita también empieza a pedir explicaciones. No me pregunta quién es Hobbes ni a qué siglo estamos regresando. Me pregunta por qué hay tantos soldados, calles cerradas, suspensión de clases. ¿Por qué ya no hemos ido por paletas si hace tanto calor? Sin embargo, empieza a hilvanar los acontecimientos de una degradación que se manifiesta con violencia. No sabe de la cabeza cercenada; sólo sabe que por alguna razón ya no hay paletas. Sus compañeritos también saben que a veces no se puede ir a la playa ni a la escuela, que las ráfagas de la noche pueden interrumpir sus sueños con los angelitos.
Según la pedagogía de la escuela de mi hija, a los niños no les sirven las explicaciones teóricas: no tienen sentido porque no tienen aún los codificadores intelectuales para interpretarlas. A los adultos, en este caso, tampoco: las entienden, pero no les traen consuelo. Ellos tendrán que enfrentar la aciaga realidad, digerir que vuelan cabezas y que el sheriff está entregado y en contra nuestra. Para explicarle a los niños el salvajismo que los acecha habrá que aprovechar su propia imaginación. He estado desde entonces pensando en un cuento para mi hija.
*Este ensayo se publicó el 7 de mayo del 2023 en Literal Magazine: Liga