Beatriz Gutiérrez Müller parece una mujer sensible. Se mueve con naturalidad entre los productos culturales, esa cualidad que, como apuntó Oswald Spengler, requieren todas las épocas transformadoras. En ese sentido, es paradójicamente más burguesa que Angélica Rivera. A fin de cuentas, la esposa de Peña Nieto encarna esa máxima priista de exhibir el oropel del poder como trofeo de ascenso: la justicia social revolucionaria, terrible complejo de carencia.
A la esposa de López Obrador parece no interesarle eso. La inspira más la cultura. A juzgar por lo que hemos visto, pretende recuperarla como medio de diálogo público, ponerla otra vez en el centro de la conversación entre gobierno y ciudadanía, algo que la tecnocracia neoliberal destruyó. Añora a los intelectuales públicos, a figuras como Monsiváis. De ahí sus recientes querellas con Enrique Krauze quien, aunque detractor, finalmente es un interlocutor de ese lenguaje. Cierto, algunos intelectuales públicos se beneficiaron del neoliberalismo, pero siempre ocuparon un segundo plano frente a los técnicos y especialistas, algo que la izquierda aborreció. Si el nuevo régimen pretende ser antítesis, querrá precisamente regresar a las humanidades: arte en vez de tecnología. Y ésa es la casa de Beatriz, particularmente la literatura.
Pero se vislumbran algunos riesgos. En un extremo, es fácil ver cómo se podría convertir en institutriz cultural –o peor aún, moral– de eso que su esposo llama “el pueblo”. Tiene esa pulsión. Sus videos y canciones coribánticas y entrevistas y tuits ya están peligrosamente cargados de lecciones y aforismos, una mezcla de intelectualidad pontificadora y New Age, que bien podría engendrar a una Evita Perón espiritualizada. Celebro el relevo de Angélica Rivera, tan hueca (sin menospreciar algunos aciertos, como su sesión fotográfica en Marie Claire, sobre la cual escribí aquí). Pero nunca a cambio de un vehículo propagandístico disfrazado de cultura, lo cual es una fatalidad latente si consideramos que la próxima primera dama trabajó en la productora de Epigmenio Ibarra y conoce tan bien la manipulación de relatos.
Aun sin incursionar en lo doctrinario, la falsa cultura implica otro riesgo: la pedantería. También se entrevé ya en sus participaciones cierta jactancia, como si la intelectualidad fuera superior per se. Ha dicho que no quiere ser llamada primera dama. Bien, pero el pueblo no tardaría en darse cuenta de la farsa: que rechazar el título no garantiza sencillez. En cuyo caso, la pérdida sería mutua: para ella, porque rápidamente se volvería objeto de burla y escarnio, sobre todo en un país tan receloso de la intelectualidad. Y para nosotros, exactamente por lo mismo: porque se reforzaría nuestro tradicional antiintelectualismo.
Se entrevé ya en sus participaciones cierta jactancia.
Una vez ahí, el afán de compensar la podría orillar al papel más penoso. El de institutriz cultural, sí, pero del folklore nacionalista. Promotora de los peores clichés y arquetipos: Frida Kahlo en el mejor de los casos; el excepcionalismo mexicano, la inmoralidad anglosajona y la raza de bronce, en el peor. Sería entonces una vocera del latinoamericanismo más rancio, justificación intelectual de los populismos de izquierda. Se respirarían dosis tóxicas de sentimentalismo y superstición.
Ya veremos cómo se manifiesta. Lo cierto es que, contrario a lo que ha prometido, será protagonista. No niega el reflector. Al revés: es exhibicionista. Le gustan la polémica y el glamour cultural. Para bien, será un personaje interesante; para mal, extrañaremos a sus antecesoras, aunque usted no lo crea.