Estas semanas corrió el rumor de que al escorpión Gertz Manero lo había sacudido finalmente la justicia retributiva –en otras civilizaciones conocida como la infalible ley del karma, que tarde o temprano desciende sobre los desgraciados– con un fulminante cáncer de páncreas. Nadie sabía bien a bien qué pasaba: los medios no contaban con información fidedigna, la oficina del fiscal no informaba, el gobierno mexicano tampoco, la opinión pública estaba en manos del trajín cibernético y los rumores en las redes sociales. Hasta la fecha no sabemos con certeza qué tiene nuestro spook metaconstitucional.
Algo similar ocurrió durante aquel fin de semana a inicios del 2022 en el que nadie sabía dónde estaba el presidente mientras algunos trascendidos de textura periodística lo ubicaban de gravedad en el Hospital Militar. El presidente omnipresente al que se le puede saborear hasta en el arroz y cuya imagen pende de todas las paredes como en cualquier teocracia islámica, desapareció varios días sin señal ni aviso. Lo mismo: los medios no sabían, el gobierno no informaba, la opinión pública especulaba. Unos días después, la oficina de comunicación de la presidencia mintió diciendo que en efecto el Licenciado había ido a una revisión cardíaca de rutina al Hospital Militar pero que todo bien, que Dios mediante tendríamos a nuestro Tata muchos años. Hoy sabemos que nos mintieron porque en el hackeo de las Guacamayas a Sedena se filtró que en realidad sí había sido internado de urgencia por angina de pecho y que estuvo cerca de palmarla, en cuyo caso nadie hubiera sabido nada por muchas horas y probablemente se habría desatado un merequetengue constitucional muy digno de régimen bananero (riesgo que sigue vigente).
Sucedió de nuevo en la segunda edición del Culiacanazo. Ahí no extrañó tanto lo que ocurría: sabíamos que se desenvolvía un operativo militar para capturar a Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo. Lo que desconcertó fue la enmarañada comunicación oficial posterior, llena de contradicciones, negaciones y desmentidos. Primero, el émulo Adán Augusto López, secretario de Gobernación, dijo que habían detenido a Ovidio en flagrancia por delitos de portación de armas de uso exclusivo del Ejército; luego, el general Cresencio, secretario de la Defensa, dijo que en realidad había sido un operativo diligentemente planeado con seis meses de anticipación. Tampoco sabemos si el presidente sabía y había aprobado el operativo; ni de dónde surgió la orden de aprehensión. La verdad no la tenemos ni la tendremos si no media otro hackeo o un nuevo gobierno.
En estas atmósferas no sólo asistimos propiamente a la mentira –uno de los talantes del régimen obradorista, muy encuadrado en la lógica de la posverdad y del nuevo populismo– sino a la opacidad, a un ambiente nebuloso donde nadie sabe qué ocurre, los medios no cuentan con información oficial fidedigna, los propios miembros del politburó emiten comunicaciones contradictorias, y la opinión pública sencillamente se tiene que resignar a los chismes de cantina y teorías conspiratorias de la mano del compadre.
Aquello es propio de régimen bananero y muy específicamente de bota filosoviética.
Las democracias liberales son al revés: transparentes. Una de las perlas de la transición democrática mexicana fue la transparencia en la información pública. Los padres de nuestro tránsito democrático nos heredaron una Ley de Transparencia y su respectivo Instituto garante (antes IFAI, ahora INAI), haciendo del acceso a la información un derecho constitucional. Fue un logro ciudadano viniendo de un régimen subrepticio y discrecional. La nueva cultura de la transparencia estuvo lejos de ser perfecta. Pero, en general, México avanzó año con año en los índices de transparencia. El progreso siempre fue lineal.
Según el Índice de Gobierno Abierto, elaborado por el CIDE, este es el primer gobierno que retrocede. Y está tan determinado en destruir al INAI como a los demás órganos autónomos de la transición. Los ataques son cotidianos y muy similares a los que sufre el INE: a su presupuesto, al sueldo de los consejeros, a su origen neoliberal, a su elitismo. Y aun así el INAI se mantiene a flote. El problema es que cuando pide información a las dependencias del gobierno para dárselas a los ciudadanos, éstas responden cada vez más que “la información es inexistente”, como documentó el Washington Post. Destaca la voluminosa cantidad de contratos adjudicados a la Sedena, cuyos detalles están libres de auscultación por motivos de seguridad nacional.
Decía yo que aquello es propio de régimen bananero y muy específicamente de bota filosoviética. No es fortuito, guardando toda proporción, que aquel fin de semana en el que el Líder Supremo desapareció 72 horas, corriera como pólvora por las redes la referencia a La muerte de Stalin, largometraje de Armando Ianucci, sobre la cadena de rumores, bisbiseo y ocultamiento que surgió tras la muerte del dictador soviético casi como mecanismo de defensa frente al terrorífico vacío que inevitablemente queda cuando muere un líder en un régimen unipersonal.
Estamos frente al gobierno más discrecional desde la caída del PRI hegemónico y es una de las señas más claras de su ímpetu restaurador y talante antidemocrático. La transparencia es inherente a las democracias liberales no sólo porque impide al poder ser escurridizo y abusivo, sino porque las atmósferas nebulosas, estos ambientes de desconcierto y desinformación –pero sobre todo de caos informativo– que vivimos cada vez más a menudo, vuelven más difícil que la sociedad se organice y defienda.
*Este artículo se publicó el 7 de febrero del 2023 en Literal Magazine: Liga