En 2015 murieron asesinadas 470 mujeres en México. En 2021, más del doble: 963.[1] Ante esas cifras, ¿De qué ha servido el “gobierno más feminista de la historia”?
Un poco de memoria. En su ascenso al poder, el régimen obradorista ya se anunciaba así, como la horca anhelada del patriarcado multisecular mexicano. Habría un “gabinete paritario” y las políticas públicas tendrían “perspectiva de género”. Se hizo enorme gala de la parafernalia feminista con figuras estridentes como Tatiana Clouthier, la norteña franca y entrona; Olga Sánchez Cordero, la primera mujer Secretaria de Gobernación; y Beatriz Gutiérrez Müller, quien se ufanaba de su emancipación femenina rehusando el título de Primera Dama. Se sumaron actrices, celebridades, periodistas, activistas, comentaristas, organizaciones de la sociedad civil y, muy importante, algunas de las feministas más prominentes.
Los observadores atentos advertían desde entonces dos cosas: primero, que en el politburó obradorista quienes tomarían las decisiones –empezando por el incuestionable Líder– en realidad serían dinosaurios machos del viejo-viejo régimen que no precisamente hablan en “lenguaje inclusivo” ni les encanta eso de que las mujeres trabajen; y segundo, que, en cuestiones de violencia a las mujeres, el diablo está en las políticas públicas. Era obvio que un populista tan transparente sería una amenaza para el entramado institucional, del cual dependen en gran medida esas políticas públicas.
Tuvieron razón. Mientras el electorado mexicano estaba entregado al embelesamiento demagógico, ese delirio multitudinario que obnubiló tantas conciencias, José Antonio Meade, por ejemplo, proponía una de las políticas públicas más progresistas en favor de las mujeres: ampliar la red nacional de guarderías de tiempo completo, una idea original de Felipe Calderón. Pocas políticas públicas tienen tanto consenso sobre el efecto positivo en las mujeres y la comunidad que las estancias infantiles, pues emancipan a las mujeres del trabajo del hogar y del cuidado de los niños para poder entrar al mercado laboral. En un país cuya piedra angular es la madre soltera, es difícil desdeñar esta gran idea.
En cuanto asumió al poder, el proclamado Presidente Más Feminista de la Historia cerró las estancias infantiles. En lugar de financiar las guarderías, hizo lo que se temía haría cualquier populista: eliminar el entramado institucional entregándole el dinero directamente a las madres, un clásico anzuelo electoral. Según decenas de reportes periodísticos, el resultado fue una desgracia: ese dinero no llegó del todo ni a todas, y las familias que sí lo recibieron se lo gastaron en otras cosas, las estancias no pudieron pagar empleados ni material, se dejó de dar alimentos que ahora debían pagar los padres, y decenas de guarderías tuvieron que cerrar. Después azotó la pandemia.
En cuanto asumió al poder, el proclamado Presidente Más Feminista de la Historia cerró las estancias infantiles.
Además del desmantelamiento de las políticas públicas más importantes para las mujeres –otro ejemplo fueron los refugios para quienes sufren violencia doméstica– vimos el respaldo presidencial y de su corte de arlequinas a dos personajes reiteradamente acusados de crímenes sexuales: Félix Salgado Macedonio y Pedro Salmerón. A ambos se les debe respetar su presunción de inocencia, pero en cualquier país serio el gobierno suspendería los nombramientos pendientes y realizaría una investigación exhaustiva. Acá fue al revés: en ambos casos el presidente descalificó las acusaciones como complots de los adversarios, no condujo investigaciones, e insistió en sus nombramientos. Son casos estridentes, pero que dejaron muy clara la displicencia del Presidente a los reclamos de las mujeres.
No tomaba demasiado esfuerzo imaginar que sería así el feminismo obradorista. No sólo por su jacobinismo populista, sino también por la ola demagógica global que ha encumbrado a caudillos machines como Trump y Putin. El proyecto nacionalista de López Obrador representaba precisamente esa gerencia del “hombre fuerte”, apuntalada en los valores tradicionales, en la comunidad, en la moralidad consuetudinaria, y en la sabiduría popular. Su parroquialismo estaba a la vista de todos, lo cual deja muy mal paradas a las feministas académicas, quienes suscribieron enteramente la plétora de eslóganes vacíos y consignas huecas que profirió este régimen en su ascenso al poder.
Se olvida, pero durante meses, muchos colectivos progresistas y feministas –ahora abiertamente obradoristas y enquistados en el gobierno– publicaron panfletos repletos de citas, referencias, papers académicos y frases emotivas, para brindarle una textura de admisibilidad progresista a López Obrador. Por ejemplo, en su folleto de amplia circulación Femsplaining –que mostraba con estadísticas y datos la terrible realidad de las mujeres mexicanas–, los activistas de Abre más los ojos resolvieron que López Obrador era la mejor opción para paliar el “patriarcado” pues tendría un “gabinete paritario con dos mujeres en puestos clave para la erradicación de la desigualdad económica”.
¿De qué sirven esas consignas? ¿Exactamente por qué importa que haya dos mujeres o cien, si se trata de un régimen piramidal alrededor de un patriarca autoritario? Le llamo populismo de género: el uso demagógico, el empleo de falsas promesas y soluciones fáciles respecto a las demandas de género. Esos eslóganes –tan de moda– formaron parte del catálogo del populismo discursivo obradorista: “primero los pobres”, “abrazos no balazos”, el “gobierno más ecologista de la historia”, son destellos de demagogia en todos los ámbitos. Que la política de genero del obradorismo se haya basado en consignas vacías resalta aún más la enorme falla de las “gatekeepers”, o guardianas feministas, que se fueron con la finta, cuando debieron ser las primeras en advertir la hipocresía y falta de seriedad.
Puesto que las nuevas ideologías de género también entrañan una buena dosis de postureo ético –lo que en inglés se conoce como virtue signaling–, el régimen ya cuenta con una especie de halo de virtud moral que lo protege. Prácticamente nadie inteligente se lo compra como al inicio, pero ya no importa, porque ya está en el poder, y basta con utilizar esa herramienta de legitimación moral para salirse con la suya destruyendo estancias infantiles, o dejando que se disparen los asesinatos de mujeres, o cobijando a hombres acusados de violación. Es el gobierno más feminista de la historia y cuando haga falta el presidente posa rodeado de sus mujeres –las feministas de Morena– para probarlo.
Asistimos, entonces, a una gran simulación. El populismo de género como herramienta de poder: para acceder a él, para ejercerlo con impunidad, para disfrazarse. Todo esto al tiempo que asesinan a diez mujeres al día en México.[2] Y ése es el problema de fondo: que el terror no cede, que es lo que generalmente sucede con la demagogia: cuando ésta crece, la realidad apremia, y viceversa: un ciclo vicioso de mentiras y simulacros. Escribo en una semana de absoluto pavor para las mujeres mexicanas al conocerse el caso de la joven Debanhi Escobar. Ante esa incontestable realidad, al régimen lo único que le queda es la ficción. Pero el ciudadano debió aprender, más ahora que la posible sucesora, Claudia Sheinbaum, apuntalaría como nadie el populismo de género, no sólo por su propia circunstancia ni porque en su equipo trabajan muchos de esos colectivos y académicos y activistas que también tiñeron de progresista al patriarca, sino porque ella es la pretendida continuación del régimen en cuestión.
*Este ensayo se publicó el 30 de abril del 2022 en Literal Magazine: Liga
[1] Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
[2] Ibid (2021).