Comisarios del poder
Pocos han pervertido tanto el periodismo, el sublime arte del cartón, que los caricaturistas consentidos del obradorismo.
El cartón político es un estandarte liberal. Nació en plena ilustración inglesa para ridiculizar a Jorge III, aquel rey bufón –así lo retrataron los pioneros, como James Gillray– que perdería las colonias norteamericanas en la guerra de independencia. Su esencia es satírica: su sentido no es solo criticar al poder sino mofarse de él. No hay forma periodística más sujeta a la ley orwelliana de que todo lo que no incomode al poder son relaciones públicas, que el cartón. Un monero al servicio del poder es, por esa deslealtad, el más degradado de los propagandistas.
Han pasado dos siglos y medio y el cartón sigue siendo el alfiler más mordaz. Las guerras culturales que inauguraron el siglo XXI pasan inexorablemente por ahí, por las caricaturas de Mahoma del periódico danés Jyllands-Posten, objeto hasta hoy de amenazas. O por el siempre cáustico Charlie Hebdo, cuyos dibujantes Cabu, Charb, Tignous, Wolinski y Honoré fueron masacrados por enemigos de la libertad. O aun por la inmolación del propio Occidente: el año pasado el caricaturista Michael de Adder fue despedido por este cartón sobre Trump en un ominoso caso de autocensura. Y en efecto, a juzgar por la reacción de los ofendidos, un cartón preciso debe ser dolorosísimo.
México tiene una larga y honorable tradición en el arte. En un país donde la crítica es exigua, los moneros han sido la excepción, además de que compensan de algún modo el desprecio por la lectura. Lo mismo se han burlado del poder que de aquel otro gran tirano amorfo que es el pueblo. Menciono al cuadro de honor de Abel Quezada, Naranjo, Magú y Helio Flores, entre muchos otros, solo como reverencia, pues no hace falta. Omito a Rius por su execrable antisemitismo. Hoy tenemos al genial Paco Calderón, a Trino y a Alarcón, fieles a la encomienda.
Un monero al servicio del poder es el más degradado de los propagandistas.
Se supondría que el Fisgón, Helguera y Hernández –el trío del averno– deberían estar en la lista. Uno puede regresar a sus años de oposición y verificar la poderosa línea con la que retrataban lo peor de los regímenes de la transición, siempre con el aura de izquierda –porque el cartón, después de todo, es una veta del periodismo de opinión, donde el sello personal es obligatorio– pero siempre con el poder en el blanco. Un clavado hemerográfico a los años de Felipe Calderón, por ejemplo, podría servir de modelo didáctico para alumnos de periodismo.
Aún hoy caricaturizan a esos poderes del interregno –empresarios, intelectuales, políticos y medios de comunicación–, lo cual no sólo es válido sino necesario, pues son poderes reales y vigentes. Pero no son el poder principal, que en México es otra vez la presidencia. O mejor dicho, son casi invariablemente a quienes el poder principal considera, según el ánimo, sus adversarios. De ahí que los moneros deban traicionar viejos principios y valores en el cotidiano trapecio que constituye el obradorismo, donde la ocasión puede exigir que los amigos sean la militarización, el neoliberalismo presupuestal o algún empresario rapaz, y los enemigos los derechos humanos o Javier Sicilia.
Así que ahora nos invitan a una metamorfosis invertida: de mariposas a larvas. Desde que obtuvo el poder López Obrador, han descendido a destacados publicistas. El Fisgón es incluso director del instituto de formación de cuadros de Morena. Salvo Hernández (en escasas ocasiones) los otros ni por asomo dan risa, sin la cual, para empezar, no hay cartón. Pero además son aplicados aduladores, que solo de repente sacan un dardito inocuo donde menos le duele al régimen para poder deslizar la póstuma excusa. Es estéril: en sus carteles burocráticos se entrevé la narrativa oficial como si la hubiera comisionado Palacio Nacional.
La involución va más allá de la propaganda. Podrían estacionarse ahí con sus programas de televisión en los canales del Estado, donde aprovechan nuestro espectro radioeléctrico para difundir las historias postfactuales que diario emite presidencia. Además han migrado a las redes sociales, donde más bien se desempeñan como comisarios del poder. Una expedición a sus cuentas es un tour por la condición del centinela. Se dedican sobre todo a defender a López Obrador y a golpear a sus críticos. Destaca en ello Hernández, quien ostenta con risita pueril que acudió al Vive Latino en plena pandemia y que contagió “a todo México.” La semana pasada se propuso atosigar a la periodista Azuzena Uresti por invitar al doctor José Narro a cuestionar las cifras oficiales de Hugo López-Gatell, mismas que unos días después merecieron la suspicacia del New York Times, el Wall Street Journal y El País.
A partir de ahí se puede inferir, concediendo demasiado a las buenas intenciones, que estos desertores del oficio aún se imaginan en la perseguida oposición popular, como si no asistieran al hombre más poderoso del país. Es el famoso síndrome del falso rebelde. O tal vez han cedido a eso que Étienne de la Boétie llamó servidumbre voluntaria. O al dinero. O a la utopía. Da igual. Lo sepan o no, hacen lo que hacen: hagiografías del poder. Pocos, así, han pervertido tanto el periodismo, el sublime arte del cartón, que los caricaturistas consentidos del presidente. Ello agrava la traición al oficio, porque entonces uno bien puede concluir que todos esos años de la más ácida sátira en realidad fueron militancia en vigilia.
*Este artículo se publicó el 12 de mayo en Juristas UNAM: Liga