Del otro lado de la comentocracia
Limitaciones, deficiencias y fallas del comentario político de coyuntura.
Escribo en un momento en el que ya no le encuentro sentido discutir pormenores coyunturales —si hubo tal nombramiento, si pasó tal ley secundaria, o si hubo este dime o aquel direte— en los medios. Me parece un ejercicio estéril y una forma de distraer al público de la realidad primordial de nuestra República asaltada en la que ya no existe como tal la democracia, además de validar a un régimen que simula respetar la libertad de expresión, que embistió a la Constitución y terminó con la división de poderes. Por eso, al cierre de este sexenio, hago una reflexión quizá definitiva sobre la comentocracia y sus problemas esenciales.
Hubo un tiempo cuando las elecciones aún eran impredecibles y la alternancia genuina —en esa época de pluralidad que marcó la transición— en el que le veía sentido a la opinión política de coyuntura. Creía, ingenuamente, que podíamos influir en el rumbo de los acontecimientos. Pero la consolidación del régimen obradorista en las urnas y la facilidad para terminar con la República dejaron claro que a la gente le tiene sin cuidado lo que diga un puñado de comentócratas liberales en los medios. Además, me di cuenta muy pronto de que no se puede opinar con cálculo electorero sin caer en la misma falacia populista que uno pretende combatir. Es una conclusión inevitable: ser liberal en México implica cierta vena antipopular, cierto antagonismo frente al sagrado Pueblo. Tarde o temprano uno termina arrinconado.
Encontraba en el ejercicio de la comentocracia, además, un placer personal. Disfrutaba exhibir a los propagandistas en sus piruetas, eufemismos, contorsiones, circunloquios y mentiras flagrantes. Lo hacía sin causa política ni consigna, por amor a la verdad y al debate. Que se les quedara bordada la letra escarlata de falsarios. No era una ofrenda para el público general porque, nuevamente, ni se enteran ni les importa. Además, los propagandistas son como moscas: ya están en todas partes, así que aplastar a un par no tiene mayor efecto. Pero yo sabía que la gente que vale la pena sí se daba cuenta y eso me bastaba.
Fuera de ahí, la comentocracia per se no ofrece mucho más, incluso en plena democracia liberal. Después de haber estado del otro lado, resuena en mí una evocación de Octavio Paz que me repetía Enrique Krauze. Me contaba que Paz le decía de joven —como él me lo decía a mí— que la comentocracia era una especie de vicio que adormece a los escritores en potencia. En aquel entonces no lo entendí, porque estaba electrizado con aquellas causas. Pero hoy lo veo con más claridad. Hace poco, mi otro maestro, Macario Schettino, lo confirmó de manera más sencilla y campechana: la comentocracia “no te permite pensar”.
No hace falta extenderse demasiado para entender por qué. Primero, porque es reactiva. Lo dice su nombre: comenta sobre lo que sucede, reacciona. El mundo ocurre, la comentocracia comenta. El problema es que en el mundo de hoy algo ocurre todo el tiempo. Seguramente Octavio Paz notó cómo el periodismo en su siglo se hacía cada vez más efímero y el ciclo noticioso cada vez más corto. Pero no imaginó la inmediatez actual, tan ubicua que no has terminado de interiorizar un suceso cuando ya ha llegado el siguiente. Es imposible para el comentarista profundizar en uno y para el espectador recordar el anterior. Todo es un perpetuo holograma.
La comentocracia era una especie de vicio que adormece a los escritores en potencia.
El formato también es un problema. No me quejo tanto de los segmentos, cada vez más cortos, de los medios electrónicos, porque aprecio la concisión y la precisión. Me preocupa más la inmensa cantidad de temas que genera esa inmediatez. En mi corta carrera he discutido sobre petróleo, cambio climático, reforma fiscal, derecho laboral, estadística, comercio, migración y transporte, temas sobre los cuales no sé absolutamente nada. En mi caso, siempre consulté a los principales expertos en la materia para ofrecer al público una opinión responsable, pero sé que la mayoría de los opinadores no lo hace. Y si bien el opinador profesional funje como traductor de realidades complejas a sencillas, la desmesura —y con esto me refiero a la superficialidad— que envuelve a la opinión contemporánea es alarmante y, en buena medida, nos tiene donde estamos hoy: con la muerte de los expertos y los guardianes de la verdad, y con la proliferación de pontificadores irresponsables.
Otra confesión como insider: la comentocracia, sobre todo la televisiva, es mucho más performance, ejecución, forma, estilo, actuación e imagen, que argumento, verdad y razón. No estoy diciendo nada nuevo: es la tesis que Sartori le fusiló a McLuhan y a su discípulo Neil Postman para explicar la erosión del discurso público en el mundo. La imagen que destruye a la palabra. Simplemente confirmo que una mentira bien dicha prevalece siempre sobre una verdad mal contada. Sólo falta una buena ejecución y hay por ahí muy talentosos actores.
Ahora veo cómo las taras de la comentocracia ayudaron y ayudan al régimen, sin contar que los medios tradicionales ya sean sus soldados. Lo reactivo le sirve porque te tiene como cardumen de sardinas comentando el suceso del día, o incluso de la hora, otra vez, sin poder pensar. La inmediatez le es útil porque el populismo necesita mantener movilizadas a sus masas. Así, cada suceso es una oportunidad para nutrir al blitz mediático: esa especie de Playa Revolcadero en la que una ola le sigue otra y otra y otra, hasta que el crítico termina ahogado. El formato también le ayuda porque la opinión es cada vez más relativa y no se jerarquiza según el conocimiento o la veracidad, lo cual facilita deslizar la mentira y hacer avanzar al mal. Y, finalmente, la supremacía de imagen sobre el contenido le conviene porque hace prevalecer la superficie y las apariencias.
En la evocación de Paz, la comentocracia era el vicio de los escritores en potencia. La vuelta de tuerca es materializar la aspiración literaria. No hay otro remedio, me decía Krauze, que la buena obra. Ahí es donde realmente se puede pensar y crear. Y lo mejor de todo es que es un territorio inconquistable para el régimen, que no tiene ni el humor ni el talento. Es claro el llamado de Paz en el tiempo. Quizá los disidentes debamos ir hacia allá.
*Publicado el 1 de octubre del 2024 en Literal Magazine: Liga
Luego de releer y meditar tu texto (que ligo a tu comentario sobre la actualidad de 'La montaña mágica', la estupenda novela de Thomas Mann), creo que el "pecado original" de la llamada comentocracia nace precisamente en el medio que usa para expresarse. Como bien sugirió McLuhan, si el medio es el mensaje, los medios masivos serían una especie de escopeta... que no sirve de maldita la cosa cuando lo que se necesita es un rifle con mira telescópica. Los medios sirven naturalmente a la proliferación de la propaganda y de las mentiras (y a veces, llegado el caso, para darle instrucciones precisas a la población); la verdad debe ser buscada en otra parte. Ese sería el problema de origen que hoy sólo se agrava por el frenético ciclo noticioso que tampoco estimula la reflexión. Al parecer fue hace siglos que gozábamos de todo un domingo para meditar sobre los editoriales publicados en el diario. Saludos.