El carácter importa
Sobre la importancia del carácter de los políticos y servidores públicos.
“Casi cualquier hombre soporta la adversidad, pero si quieres probar su carácter, dale poder”.–Abraham Lincoln.
Adam Kinzinger, uno de los dos Republicanos del Comité del 6 enero que investiga la insurrección trumpista y el ataque contra el Capitolio en 2021, dijo algo crucial en la última sesión. “Si el 6 de enero nos recuerda algo”, dijo con esa mezcla de solemnidad y vehemencia que caracteriza al republicanismo convencional estadounidense, “ruego que nos recuerde esto”:
Las leyes son sólo palabras en papel. No significan nada sin servidores públicos comprometidos con el estado de derecho y que rindan cuentas ante un público que cree que los juramentos importan; los juramentos importan más que el tribalismo partidista o la emoción barata de ganar batallas políticas. Nosotros, el pueblo, debemos exigir más de nuestros políticos y de nosotros mismos. Los juramentos importan. El carácter importa. La verdad importa. Si no renovamos nuestra fe y compromiso con estos principios, este gran experimento democrático nuestro no perdurará.
La dedicatoria es clara. No sólo alude a Trump –para quien los documentos fundacionales siempre fueron un estorbo y los juramentos un trámite–, sino a la miscelánea de cobardes y cínicos que lo acompañaron en su intento por revertir la elección democrática: hombres para los que, en efecto, las leyes sólo son palabras en papel y los juramentos importan menos que el poder. Y a la inversa: honra a quienes sacaron la espada a la hora señalada, a los guardianes de la república, a los que no se doblaron, a los que tuvieron agallas. Hombres con carácter. Que el propio Kinzinger, Republicano, sea parte de un comité de mayoría absoluta Demócrata dedicado a investigar a Trump por instigación a la sedición, personifica sus palabras.
Las reflexiones derivadas del drama estadounidense pueden servir para el momento mexicano, para las discusiones sobre corrupción, institucionalidad, cultura política, sobrevivencia de nuestra democracia y la calidad de nuestros servidores públicos.
La primera reflexión de Kinzinger abre paso a todas las demás. “Las leyes son sólo palabras en papel”. Es verdad. No funcionan por sí solas, no tienen vida propia. Se necesitan hombres que las cumplan y las hagan cumplir. Es clave insistir en ello porque hay quien cree que basta con un buen diseño para que las leyes e instituciones funcionen. Este tipo de argumento es muy común en México entre quienes afirman que la corrupción no es cultural sino un problema de diseño institucional; que la corrupción desaparecería si el sistema estuviera bien diseñado. Es obvio que las leyes pueden estar perfectamente bien diseñadas, pero, como dice Kinzinger, “sin servidores públicos comprometidos con el estado de derecho”, no significan nada. No es que no debamos procurar un buen diseño legal e institucional, sino que no podemos prescindir de los buenos servidores públicos, de crear las condiciones para engendrarlos y formarlos.
Las leyes son sólo palabras en papel.
A continuación, Kinzinger sostiene que el pueblo debe exigir no sólo más de sus políticos sino también de sí mismo. En México creemos que no tenemos a la clase política que nos merecemos; que nos merecemos diputados holandeses como si los pueblos no engendran a sus clases políticas, como si fueran una obra de Dios y sólo algunos países hubieran corrido con suerte. Los buenos servidores públicos, como las instituciones, no nacen como por arte de magia: son producto de una cultura política, de una educación sentimental, de una formación cívica.
La tercera idea de Kinzinger pone énfasis en el valor y significado de los juramentos. Los juramentos son aún más vulnerables que las leyes porque sólo son pronunciados. Tan pronto salen de la boca pueden quedar como testimonios de lealtad, ofrendas de confianza, o se los puede llevar el viento. Pero en esa vulnerabilidad reside precisamente su sacralidad: quien los honra es porque cree en ellos. Se les conoce como “hombres de palabra”, personas que inspiran confianza. Al anhelar un público para el que “los juramentos importen”, Kinzinger reivindica esa capacidad de los juramentos para sentar precedente. Es una ecuación con dos lados: el funcionario que jura y cumple, y el público que no olvida y exige. En una cultura de la simulación el juramento es una mera teatralidad. El político miente y el público consiente.
Es un misterio por qué un hombre tiene “más carácter” que otro, por qué uno puede defender a la democracia resistiendo los embates de un demagogo autoritario cumpliendo con su juramento, y otro desertar e incluso conspirar contra la Constitución y las leyes de la República. ¿Este carácter se aprende, se ensaya, o se nace con él?; ¿Se adquiere en casa, en los productos culturales, en la escuela, en la plaza pública, o cualquier hombre lo puede desplegar dados los incentivos y circunstancias correctas? No se sabe, pero sabemos que es un valor y que, como tal, entraña una conducta imitable. Es decir: en una cultura en la que el carácter importa, la valentía es contagiosa.
Es un misterio por qué un hombre tiene “más carácter” que otro.
¿En México importa? Nada me ha hecho pensar más en esto que el obradorismo, la amenaza más seria que ha sufrido la joven democracia mexicana. La curiosidad no sólo me la provoca el líder –un embaucador que no se circunscribe ni a las leyes ni a las instituciones ni a los juramentos ni a la verdad– sino, primero que nada, el pueblo embelesado que se desbocó por él, dispuesto a pavimentar –para usar la frase de Étienne de la Boétie sobre los pueblos sin carácter– “el camino de la servidumbre voluntaria”; y segundo, la enorme cantidad de zalameros, propagandistas, facilitadores, colaboracionistas, funcionarios abyectos, tontos útiles, compañeros de viaje y aduladores que lo encumbraron en su ascenso al poder y que lo siguen normalizando a estas alturas sin ningún escrúpulo ni cuidado por la verdad, la razón, la transparencia o la rendición de cuentas, es decir, sin ningún amor por la república. Creo que jamás habíamos visto semejante culto a la personalidad, tal distorsión de la verdad y los hechos, ni siquiera en los años dorados del PRI hegemónico.
Y no es una cuestión de ideología ni predilección o fobia política. Peña Nieto nos entregó a la demagogia a cambio de impunidad personal, usando las instituciones del Estado en contra de un candidato para favorecer al redentor popular y no opuso ninguna resistencia mientras veía a sus reformas esfumarse de un plumazo. La cobardía encarnada. A su sombra la siguen decenas de diputados y senadores –como Vanessa Rubio– que abdicaron y convenientemente desaparecieron en las horas más aciagas; o exgobernadores como Quirino Ordaz y Claudia Pavlovich, que vendieron a su partido en elecciones a cambio de puestos diplomáticos e impunidad. Y qué decir de Arturo Zaldívar, el Secretario de Justicia, haciendo tropelías jurídicas ante los ojos de todo el mundo y declarando a los medios que tiene “grandes coincidencias ideológicas” con el líder.
Sin embargo, también existen los Lorenzo Córdova, los Ciro Murayama, los Jaime Rivera, los Guillermo Alcocer, las Blanca Lilia Ibarra y las Brenda Gisela Hernández, la prensa de opinión desde todas las tendencias ideológicas, incluyendo a la izquierda democrática: personas dispuestas a defender a la república, a la verdad, a las instituciones; personas que creen en los juramentos y en las leyes. Personas con carácter. Y aunque la destrucción obradorista es vasta y extensa –y lo peor: aún no termina–, lo cierto es que hasta ahora la frágil democracia mexicana ha resistido. El INE, el INAI, la Cofece, el IFETEL, el Congreso siguen vivos. Su supervivencia dependerá en buena medida del carácter de sus guardianes. Kinzinger lo advierte: “Si no renovamos nuestra fe y compromiso con estos principios, nuestro experimento democrático no perdurará”. Cobardes siempre habrá. La clave parece ser, entonces, que predominen los hombres con carácter. Y si el carácter es, en efecto, un valor, y como tal entraña una conducta imitable, no hay mejor comienzo que promoverlo. Con ese ánimo escribo hoy.
*Este ensayo se publicó el 1 de agosto del 2022 en Literal Magazine: Liga