El ojo de Salman
El ataque a Rushdie es una forma extrema de la cultura de la cancelación.
Hace un par de semanas entré al quirófano de un hospital oftalmológico para curarme la vista. Un robot me rasuró el tejido corneal, como cuando se le mocha la tapita al huevo tibio, o como cuando Uma Thurman le poda el coco a Lucy Liu en Kill Bill con su espada Hattori Hanzo. La córnea queda descubierta y un rayo láser ultravioleta la deforma para que la luz entre correctamente en la retina. La deformación es milimétrica y conforme a la topografía de cada ojo, de modo que quede con una graduación única y exacta. En 20 minutos –diez por ojo– el robot me quitó una miopía y astigmatismo de décadas. En 20 minutos dejé los lentes para siempre. En 20 minutos quedé con una vista 20/20, como se le conoce a la visión perfecta. A las pocas horas, ya tenía la vista como cuando era niño: podía leer las letritas más chiquitas o los letreros más lejanos. A esta operación se le conoce como Lasik y se inventó en 1998.
Yo estaba maravillado. Cómo era posible, le dije a la doctora, que un robot me devolviera la vista en 20 minutos. Uy, me contestó, espérate a lo que viene: impresión de órganos, robots miniatura en el torrente sanguíneo, modificaciones genéticas. La ciencia combinada con la tecnología para que vivamos mejor. El robot que ejecutó la operación es una creación y extensión del hombre. Detrás de él hay décadas de ciencia, progreso, investigación y dinero. Detrás hay toda una civilización.
La doctora me pidió no mirar pantallas digitales en al menos 24-48 horas. Un serio contratiempo siendo periodista, tuitero y comentarista. Así que dependía de una lectora que tenía mi teléfono celular y acceso a mi cuenta de Twitter para enterarme del mundo. Ella fue quien me leyó el mensaje en el que mi amigo Raudel Ávila –escritor y articulista en El Universal– me dio una noticia que llevaba más de treinta años cocinándose y que muchos habíamos enterrado irresponsablemente, subestimando la oscura atemporalidad y la larga memoria del fundamentalismo. Habían apuñalado en Nueva York –ahí donde también cayeron las Torres Gemelas veinte años antes– a Salman Rushdie, a todas luces cumpliendo (aunque no había confirmación oficial en ese momento) la fetua medieval que el fascista islámico iraní, el ayatola Jomeini, había lanzado contra el escritor en 1989, ordenando su asesinato por la publicación de la novela Los versos satánicos, considerada blasfema del sagrado islam.
En un principio, los reportes desde el hospital no eran alentadores. Según su agente y editor Andrew Wylie, Rushdie podía perder la vida en el peor de los casos, y al menos perdería un ojo y la movilidad de un brazo. Quise llorar, porque al mismo tiempo que yo recuperaba la vista gracias a la ciencia, Salman Rushdie perdería un ojo gracias al oscurantismo.
Sentí mi operación como el nodo de una serie de fuerzas librando una batalla civilizatoria. Uno de mis héroes intelectuales, Christopher Hitchens, decía que el affaire Rushdie representaba justamente eso: una guerra multisecular entre la barbarie y la modernidad, entre la oscuridad y la luz, entre el fanatismo y la razón, entre la libertad y la esclavitud, entre todos los valores que hacen grande a Occidente y todo lo que hace pequeños a sus enemigos. Hitchens veía una relación inequívoca entre la fetua y los atentados terroristas en Nueva York, y entre éstos y los demás ataques islámicos a la libertad de expresión como los sufridos por el diario danés Jyllands-Posten cuando en 2005 publicó las caricaturas del profeta Mahoma que merecieron represalias y fetuas contra sus autores, orillándolos al refugio.
Al mismo tiempo que yo recuperaba la vista gracias a la ciencia, Salman Rushdie perdería un ojo gracias al oscurantismo.
Hitchens murió antes de los atentados contra Charlie Hebdo, pero vivió la reclusión forzada –bajo la protección del gobierno del Reino Unido– de su amigo Rushdie, quien veía con horror, como una línea de pólvora persiguiéndolo, el rastro de sangre que iba dejando a su paso Los versos satánicos a raíz de la fetua: su traductor al japonés, Hitoshi Igarashi, fue apuñalado a muerte; su traductor al italiano, Ettore Capriolo, también apuñalado; su editor al noruego, William Nygaard, baleado tres veces. Creer que esto se trataba únicamente de unos versos en un libro era ingenuo: es una guerra cultural que Occidente no puede ignorar ni perder. Ceder una vez es ceder para siempre. Por eso Hitchens reprochó a los apologistas occidentales del multiculturalismo –esos que ven en el terrorismo islámico una justa reacción antropológica contra el desalmado Occidente, poniéndose del lado de los bárbaros– tanto o más que a los fundamentalistas.
En su ensayo La controversia de Rushdie para una nueva generación, Matt Johnson da cuenta de los meas culpas a nombre de Occidente que la fetua provocó en los progressive liberals de siempre. En un ignominioso artículo para el New York Times, el expresidente Jimmy Carter se puso no en contra de la fetua… ¡sino de Rushdie!, diciendo que su libro constituye un insulto al islam y que Rushdie había “infligido una herida intercultural difícil de curar”. Carter llamó a los líderes occidentales a “no respaldar un insulto a las creencias sagradas de nuestros amigos musulmanes”, y arremetió contra Rushdie por “vilipendiar al profeta Mahoma y difamar el Sagrado Corán”. Lo mismo hicieron, narra Johnson, las librerías Waldenbooks, B. Dalton, Barnes & Noble, y Coles Book Stores quienes dejaron de vender el libro.
Pero tal vez esa es la menor de las fallas de Occidente desde que se emitió la fetua. Desde entonces hemos sido testigos del descenso de Occidente hacia su propio oscurantismo; de cómo hemos creado nuestro propio fanatismo religioso, nuestros propios demonios inquisitoriales y persecutorios; cómo paulatinamente hemos abjurado de los valores de la modernidad, el liberalismo y la ilustración. La fetua contra Rushdie es una forma extrema de la “cultura de la cancelación” y de los linchamientos digitales y destituciones de moda, pero la esencia es la misma: alguien castiga y censura a otro con medios ajenos a la argumentación porque algo no le gustó, o le ofendió o lo consideró blasfemo bajo las reglas del nuevo puritanismo que tiene en la identidad, la raza, el género sexual y los modos de hablar los tótems modernos. No ha habido apuñalamientos ni asesinatos (aún) bajo la “cultura de la cancelación”, pero se han arruinado no pocas carreras y vidas, se ha perseguido a no pocos artistas, se han cancelado no pocas exhibiciones, se han boicoteado no pocas películas, se han clausurado no pocas charlas, escuelas, revistas, cátedras, exposiciones.
Hay una similitud entre el pobre fanático que intentó ejecutar la fetua contra Rushdie y los nuevos inquisidores occidentales. El joven atacante de Rushdie admitió en su confesión no haber leído sino un par de páginas de Los versos satánicos. Eso bastó para efectuar el llamado a la venganza. No había detrás un repudio cavilado, que, aunque igualmente condenable, sería menos patético. Los nuevos canceladores occidentales tampoco son de visceralidad racional, aunque abunden en las universidades, la ciencia y las compañías de tecnología. Una turba que llama a desmontar un cuadro de Rembrandt, a suprimir del plan de estudios una tragedia de Shakespeare, o a tirar una efigie de Churchill tampoco conoce –ni entiende– al objeto de su desprecio. Su odio y su ignorancia son entes abstractos buscando aterrizar en cualquier parte. Como escribió el fabuloso Harold Bloom al bautizar a las “escuelas del resentimiento” en el Canon occidental: es muy fácil decir mierda sobre Dante y sobre Blake, lo difícil es escribir como ellos, ya no digamos superarlos. Los canceladores son eso: ejecutores irreflexivos de un edicto, centinelas ignorantes e insensibles.
La nueva disputa también es por la ciencia. Buena parte de esas “escuelas del resentimiento”, fincadas en el posmodernismo y derivaciones neomarxistas, no sólo no creen en una realidad objetiva medible, sino que ven en la ciencia un aparato opresor occidental parte del sistema patriarcal, racista, colonial y eurocentrista que hay que desmontar porque perpetúa la opresión sobre otras identidades y otros pueblos, porque eclipsa otros lenguajes donde tal vez 2 + 2 no sea igual a 4 sino a 5. De ahí que haya en curso un ataque escalonado contra las ciencias duras –las llamadas STEM: ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés– en las escuelas occidentales, sobre todo en Estados Unidos. No es fortuito que la esencia de la suspicacia posmoderna hacia la realidad objetiva sea exactamente la misma que estancó al mundo musulmán en el oscurantismo desde el siglo 11, cuando Al-Ghazzali publicó La incoherencia de los filósofos, su famosa teología anticientífica y antimédica contra Aristóteles y Avicena. La tesis es la misma: puesto que los sentidos anatómicos son engañosos, no podemos medir la realidad; y como no la podemos medir, no la podemos conocer; y como no la podemos conocer, sólo nos queda la revelación religiosa.
Defender a Rushdie es más que defender a una persona, a un autor o a un libro, es defender a la civilización. Esa que permitió el progreso científico que me devolvió la vista. La alternativa es el fanatismo que le quitó el ojo a él y que nos lo puede quitar a todos.
*Este ensayo se publicó el 5 de septiembre del 2022 en Literal Magazine: Liga