Estas ruinas que no ves
Una de las preguntas más frecuentes en la discusión pública es por qué la gente no sale a las calles si el país va tan mal.
Más allá de inclinaciones discutibles en el terreno de las ideas políticas —como preferir la democracia, la división de poderes y que el Congreso no sea presidido por dos gamberros—, no me digan que el país va bien: todos los días hay masacres y desaparecidos, un puñado de estados está en franca guerra civil, las arcas públicas están en déficit histórico, los elefantes blancos han sido un despilfarro absurdo e insultante, y el politburó es cada vez más cínicamente corrupto y patrimonialista. ¿Por qué, entonces, no están los mexicanos en las calles ? ¿Por qué no está —escucho a menudo esta palabra— incendiado el país? Pregunta habitual ya desde hace rato.
El oficialismo desliza su spin de cajón: es de que la gente está feliz con la transformación, que ya hasta va en su segundo piso, los críticos son agoreros del desastre y sus advertencias apocalípticas no están ancladas en la realidad. Es un honor, etcétera.
Y ciertamente puede haber algo de eso. Entre que la despensa del bienestar aplaca un poco la crispación y que la propaganda resuena bien en los tímpanos nacionales, sin olvidar que la mexicana es una sociedad penosamente permisiva y apática, no hay grandes convulsiones políticas.
Sin embargo, hay otra razón que conviene tener en el radar, sobre todo ahora que se quieren crear nuevos partidos y liderazgos políticos, pues los viejos son estériles. Y es muy sencilla:
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