Finalmente se consolidó el nacional-populismo. El régimen obradorista se quedó con prácticamente todo el aparato del Estado y territorialmente dominará casi todo el país. Podrá cambiar la Constitución a su antojo, tendrá en sus manos a la Corte y los tribunales, modificará la ley electoral, acabará con el INE y eliminará los órganos autónomos. Así lo ofreció explícitamente sin ningún engaño y eso respaldaron los mexicanos. Difícil saber cuál será la manifestación final de este régimen, pues el umbral admite mucha imaginación, pero podemos anticipar que será imposible ganarle electoralmente en mucho tiempo. Su victoria representa un clavo en el ataúd de la brevísima democracia liberal mexicana caracterizada por la constante alternancia, un pequeño interregno de apenas dos décadas en doscientos años de autoritarismo.
A la sombra de la debacle democrática, retomo la polémica sobre la crisis y el futuro del liberalismo en México que inicié con mi amigo Raudel Ávila en las semanas previas a la elección, cuya última entrega usted puede leer aquí.
Raudel anticipaba que los liberales perderían la elección porque le ofrecían a los mexicanos ideas etéreas y abstractas como “libertad”, “división de poderes”, “salvar a la república” o “meritocracia”, ideas que no le interesan a la mayoría; mientras que el obradorismo le ofrecía cosas tangibles y materiales como dinero en efectivo. Indudablemente Raudel tuvo razón. A la gente le interesó mucho más lo que ofrecía el populismo y le tuvo sin cuidado el ideario liberal de la oposición, una minoría de apenas 16 millones de mexicanos.
La discusión que dejamos pendiente es qué le tocaría al liberalismo hacer hacia delante. Raudel decía que el liberalismo debe de volverse electoralmente competitivo anteponiendo las preocupaciones inmediatas de la gente, dejando las ideas para después. En sus palabras:
“Lo que pienso es que, en un país como México, las ideas y los valores se vuelven secundarios para un electorado todavía hoy necesitado de que se le resuelvan sus requerimientos más elementales (electricidad, agua potable, seguridad).”
Si leo bien, en el fondo Raudel parte de una interpretación materialista de la historia, según la cual las condiciones económicas anteceden a las ideas. El razonamiento es el siguiente: en México hay demasiada precariedad y por lo tanto no podemos ofrecer división de poderes ni individualismo emprendedor. Primero hay que resolver lo básico porque la gente no puede hacerlo sola.
Yo pienso al revés: son las ideas y valores en una cultura lo que determina las condiciones materiales y políticas. Es fácil demostrarlo. Si vamos hacia atrás en el tiempo, todos estábamos en la misma precariedad en algún punto. ¿Por qué, entonces, unas culturas se volvieron libres, justas y prósperas antes que otras; y por qué otras no lo hacen nunca o aun retroceden? Por las ideas que las guiaron.
Fueron ideas como limitar el poder del déspota y el clérigo, comerciar libremente, amasar riqueza, ahorrar, tener propiedad privada y libertad de expresión las que hicieron de las civilizaciones occidentales las simultáneamente más iguales, libres y prósperas en la historia humana. ¿Apoco estas civilizaciones se esperaron a que su población tuviera cubierto lo más básico para empezar a hablar sobre la libertad? No tiene sentido. Es al revés. Esas ideas comenzaron a circular gradualmente, hace siglos, cuando la enorme mayoría no tenía ni luz ni agua ni una tarjeta del bienestar. Fluyeron cuando los hombres se emanciparon de los dos poderes que pretendían darles ese piso mínimo: la Iglesia y el poder político.
Ahora bien, no soy ingenuo. Sé muy bien que esas ideas toman siglos en florecer. Peor aún: viven siempre amenazadas y nunca llegan a un punto de arraigo irreversible. La mejor prueba de ello es precisamente la crisis actual del liberalismo en todo el mundo –lo mismo en Estados Unidos, que en Inglaterra y en Holanda– cuando creímos que habíamos llegado al fin de la historia y podíamos sentarnos a disfrutar.
Es así porque en el fondo el liberalismo es contra natura. Lo natural es la brutalidad del poder, el dominio sobre los demás, la pobreza y el despotismo. Esa es la constante humana. Las ideas liberales desafían al status quo y van a contracorriente de la historia. El liberalismo siempre ha tenido que luchar contra estas fuerzas porque no nació propiamente para buscar el poder sino para limitarlo en aras del individuo, su libertad y su propiedad. Por eso, en el fondo, no le interesa dominar sobre los otros, sino apenas defenderlos. No es tribal ni colectivo. En consecuencia, vive siempre acechado desde diferentes trincheras. A veces logra sobreponerse y muchas otras retrocede.
“Esas ideas comenzaron a circular gradualmente, hace siglos, cuando la enorme mayoría no tenía ni luz ni agua ni una tarjeta del bienestar.”
México es quizá el mejor ejemplo. Lo natural aquí son los caciques, las dinastías, la violencia, los caudillos, la centralidad del poder, las jerarquías despóticas. Lo normal, en pocas palabras, es Andrés Manuel. Él tiene de su lado a la historia y al pueblo. No es una mera arenga demagógica: sí es auténticamente el Pueblo. Los valores liberales nunca le han interesado a la mayoría de los mexicanos. Por eso la democracia liberal mexicana duró tan poquito. Va contra nuestra naturaleza y nuestra historia. La mayoría prefiere el obradorismo, la prueba es que lo respaldaron también buena parte de las clases medias y medias altas, no sólo el voto fijo clientelar que cambia su voluntad por unos pesos. Por eso un candidato liberal puede abrazar los programas sociales y de todas maneras el pueblo le va a dar la espalda. Así les sucedió a los liberales del siglo 19, a Reyes Heroles, a Salinas, y a esa tradición conocida como liberalismo social.
Esto nos aterriza de nuevo en el centro de nuestra polémica. ¿Qué hacer? Creo que Raudel esboza dos posibilidades. Una es imitar a López Obrador desde el liberalismo, construyendo una poderosa maquinaria clientelar que aproveche los “usos y costumbres” para organizar el poder político, repartir dinero y detentar la brutalidad del poder. Muchos opositores derrotados ya están cayendo en esa tentación. Otra es volver a intentar el salinismo o liberalismo social desde la nueva hegemonía morenista; es decir, mantener el control político y pretender ascender el nivel social de la población con una combinación de economía abierta y planificada. Yo sostengo que en ninguno de los dos casos estaríamos hablando ya de liberalismo puesto que ambos implican la corrupción de los ideales en pos de un dominio político autoritario. No se puede aspirar al poder absoluto dentro del liberalismo.
Lo que propongo es más complicado. Defender los ideales liberales, pero tener paciencia. La labor es ardua considerando que no tenemos siquiera a las clases medias de nuestro lado. El plan es difundir las ideas, educar, hacer pedagogía, mejorar los discursos y los relatos, no volverse mercaderes de platos de lentejas ni sobar al Pueblo. Como anticipé, la elección dejó muy claro que los liberales tenemos una vena antipopular y por eso somos una minoría que predica en el desierto.
Pueden pasar décadas para que suficiente gente se sume de nuevo a la epopeya liberal, sólo para que la vuelva a destruir el próximo caudillo, y así volverlo a intentar una y otra vez. Así han sido, de hecho, todas las civilizaciones liberales en el mundo. Fueron y vinieron, durante siglos. ¿Cuántos demagogos antiliberales calcula usted que ha tenido Inglaterra? Por eso lo peor que podemos hacer es volvernos nuestro propio enemigo.
*Este ensayo se publicó el 12 de junio del 2024 en Literal Magazine: Liga