Hace poco alguien proponía en Twitter eliminar la palabra naco de nuestro repertorio. Una propuesta infructuosa. Tanto más cuanto que el problema no es el significante sino el significado. Mejor –pensé– habría que quitarle su connotación racial y clasista. Porque el naco vaya que existe. Someto, vía ejemplo, un significado más puntual, deseoso de justificar la permanencia del vocablo, al tiempo que ilustrar a una civilización tan confundida como la nuestra:
Dos semanas antes del ataque del 11 de septiembre, fui por primera vez a Nueva York. Tuve la suerte de ir con mi padre, a quien considero –espero que sin sesgo afectivo– un fino arquitecto. Merece mi gratitud porque no pude pedir mejor guía arquitectónica: cualquiera sabe que el Seagrams Building lo hizo Mies van der Rohe y el Guggenheim Frank Lloyd Wright; pero pocos saben cómo y por qué: colores, formas, materiales, estilos, escuelas. Bueno, en una de esas paradas en la 5ta, se volteó y me dijo: “Por cierto, hijo mío, sobre aquella pregunta que alguna vez me hiciste: ‘¿cómo se manifiesta la naquéz en la arquitectura?’... he aquí.” Y apuntó con la diestra a un pastel de 58 pisos, tapizado de espejos de charol refulgente, en cuya base se ostentaban unas curiosas mayúsculas de oropel pulido, que daban la bienvenida a un vestíbulo de cristal:
T R U M P T O W E R
–¡Ah!– asentí. Unos años después, le conté la historia a mi amigo neoyorquino Adam Calderón, un hombre sensible, que sabía discernir entre lo bello y lo feo. Para mi sorpresa, añadió su propia anécdota a la cuestión. Hacía algunos años, el periodista Geraldo Rivera, para quien era becario, lo había mandado al sitio a hacer una nota sobre la extravagancia de su residente: un gordo rubio que, se rumoraba, se bañaba en caviar, se secaba con pieles de bengala y dormía en sábanas de oro. El sólo estilo de vida era de interés noticioso. Y, efectivamente. El ricachón paseó a mi amigo por su penthouse, cantándole el costo de cada cosa –hasta del teléfono– y los quilates en cada lingote. “El techo es una réplica de la Capilla Sixtina... pero de oro puro”– le dijo, vehemente. “¿Sabes cuánta gente puede decir eso? Ni Miguel Ángel.” Ya se imaginará el lector lo demás: esculturas de caballos galopando, Victorias de Samotracia, fuentes de jade y, por supuesto, abundante marfil.
“El techo es una réplica de la Capilla Sixtina pero de oro puro.”
No le di mucha importancia, pero con el tiempo me enteré de otras tosquedades del funesto dueño: como si mi padre, en contubernio con informadores, quisiera confirmarme la enseñanza una y otra vez. El señor de oro, por ejemplo, gustaba de acosar a las mujeres –“agarrarles la vagina” contra su voluntad, en sus propias palabras–; burlarse de los discapacitados; discriminar a los morenos; alzar el pecho; y lucirse a la menor provocación, particularmente en las de orden fálico. Había educado a sus hijos igual: machos relamidos, cazadores de leopardos cuyas cabezas disecadas exhibían ante otros machos. Las hijas, unas barbies de sololoy. Parecía obvio el precepto, anclado en la mayor de sus peculiaridades: la acumulación insaciable, cuya intención era demostrar al mundo una aparente completud, mientras el vacío caminaba en el sentido opuesto. Porque, desde luego, ni todo el dinero del mundo podía arreglar su semblante. La alta sociedad siempre lo había rechazado por arribista y advenedizo, pues la nobleza y el buen gusto –para citar al poeta– no pueden comprarse. Es uno de los misterios de la cultura. Y, claro, finalmente lo atrajo el poder y etcétera. Total, como mi padre a mí frente a esa grosera torre, espero haberle aclarado el dilema a los enmarañados –eso que, con la venia del lector, convengo en llamar la lección neoyorquina–: que significado y significante son distintos. Este naco es güero… y presidente de Estados Unidos.