La pena que nos embarga
Legitimar a la dictadura venezolana es una infamia inédita en la historia diplomática de México.
Nadie como un editor periodístico sabe que a los mexicanos les tiene sin el más mínimo cuidado lo que suceda en el mundo. Las métricas de lectura y los ratings de audiencia lo confirman una y otra vez. Cuando hay una nota internacional, incluso si México es uno de los implicados, el interés se desploma. Por eso las cápsulas internacionales en radio y televisión, y las respectivas secciones en los periódicos son siempre las últimas en tamaño y orden. Y por eso poquísimos medios tienen corresponsales ya no en el ancho mundo sino siquiera en Washington. Y eso que hablo, quizá sobra aclararlo, de la élite, la que más o menos se informa de cualquier cosa.
No sé si esta apatía es resultado de un ímpetu deliberado del régimen revolucionario para aislar y empobrecer a México en los tenores pedagógicos del nacionalismo, como han sugerido muchos, o si más bien es la población —y otra vez hablo de la élite— la que de antemano es ensimismada y parroquial y en consecuencia consentía un régimen de esa naturaleza. Me surge la duda porque don Porfirio y los gobiernos neoliberales sí tenían la pulsión cosmopolita, pero es claro que nunca enraizó.
Por pura suerte, entonces, México siempre tuvo una diplomacia modesta según su medida, con pifias contadas con la mano y muchos honrosos aciertos, pero, sobre todo, bastante digna. Esa es la palabra que destaco hoy, digna. O sea, éramos un país serio. Si quieren sinónimos: honrado, decente, decoroso. Pocos pasaportes —no me dejarán mentir quienes viajaron por el mundo en aquellos tiempos mejores— como el mexicano, un auténtico salvoconducto de concordia, paz y respetabilidad. Les digo yo, que entré y salí por todos los convulsos países del Medio Oriente a pesar del apellido.
Esa imagen es reflejo de una sociedad. No es sólo que un gobierno encarne los valores internacionales —por así llamarlos— de un pueblo o una generación, pues ya vimos que a la enorme mayoría le da igual lo que pase en el mundo o lo que su propio gobierno haga en él. No. También es al revés: nuestro lugar, nombre, fama y reputación en el mundo sufren según se conduzca nuestro gobierno, según lo que haga y diga, a quién defienda y con quién se asocie, los valores que propugne y las causas que abandere. Por eso es que habíamos tenido suerte, pues con el nivel de indiferencia de la población apenas podía implorarse que las élites plenipotenciarias más o menos nos representaran bien, y así fue casi siempre.
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