Los estudiosos insisten —y cualquier observador atento puede confirmarlo— que uno de los grandes pilares discursivos del populismo es la añoranza de un pasado idílico. Para el trumpismo, América fue grande una vez pero ya no lo es y debe volver a serlo. Para los brexiters, hay que regresar a esa Gran Bretaña aislada frente al viejo continente, un recuerdo imperial. Putin evoca a la gran Rusia zarista. El obradorismo se autodenomina un movimiento de regeneración. En fin, muy básico y transparente.
Las herramientas empleadas para el viaje al pasado a veces son muy perniciosas en la vida real —como los aranceles, el proteccionismo, la destrucción de instituciones, la censura mediática e incluso las invasiones y la guerra—, y a veces favorables —como la eliminación de cuotas identitarias, la reducción burocrática y el ahorro de dispendios absurdos—, pero nunca se puede reconstruir propiamente ese pasado, es imposible, quiero decir físicamente imposible, y en algún momento la realidad apremia. Vean, por ejemplo, el desastre que fue intentar regresar a la pax narca pre-Calderón.
Pienso que el liberalismo, esa doctrina que ha producido las sociedades simultáneamente más libres, prósperas e iguales de la historia humana, está teniendo también un problema de nostalgia, es decir, de melancolía por el pasado. El fantasma reaccionario que recorre el mundo desde hace unos buenos años ha puesto al liberalismo contra la pared. Sin embargo, a menudo los liberales también añoran sus propias épocas gloriosas, especialmente la última, esa que siguió a la Guerra Fría, inconvenientemente llamada el fin de la historia, donde la democracia liberal parecía haber conseguido su triunfo definitivo y podía finalmente descansar.
Continúa leyendo con una prueba gratuita de 7 días
Suscríbete a Disidencia para seguir leyendo este post y obtener 7 días de acceso gratis al archivo completo de posts.