En México no ha florecido la cultura del debate. El debate no es parte de nuestra formación, no es una materia básica en los programas de estudio, ni una práctica habitual en las instituciones y en la vida pública. Han existido algunas iniciativas recientes para promover al debate como disciplina, pero siguen sin proliferar. A nuestros jóvenes no los educamos para debatir. Muy pocas universidades tienen clubes de debate, hay pocos torneos locales, pocas veces representantes mexicanos acuden a las competencias internacionales, y cuando asisten no les va muy bien.
No es fortuito. El debate nunca ha sido necesario en México. Tenemos una tradición autoritaria del poder que favorece la oratoria. En el virreinato hubo algunos intercambios, pero casi siempre en el universo hermético y controlado de la Iglesia. También hubo cierta cultura de la deliberación en el siglo 19 –sobre todo alrededor del Congreso del 57–, pero se disipó con los dos hombres fuertes decimonónicos, Juárez y Díaz. Después vino la guerra civil que llamamos Revolución, a la que siguió un régimen antagónico al debate. En todo ese proceso sin duda hubo grandes polémicas, discusiones, correspondencia, reflexiones encontradas, pero el debate como certamen, como vehículo de consensos, como encuentro cara a cara, muy poco. Nuestro primer debate presidencial fue hasta 1994. Para ese entonces, los países ilustrados –Francia, Estados Unidos, no se diga Inglaterra– llevaban siglos haciendo política por medio del debate.
Con la transición a la democracia el debate entró a los procesos electorales y a los medios de comunicación. Ya todas las elecciones presidenciales y muchas estatales tienen debates. En los medios abundan mesas de discusión y opinión que en términos históricos son novedosas. El Congreso y la Corte también se vieron obligados a deliberar públicamente. Todo esto, sin embargo, es muy reciente y apenas un grano de arena.
En México no ha florecido la cultura del debate. El debate no es parte de nuestra formación, no es una materia básica en los programas de estudio, ni una práctica habitual en las instituciones y en la vida pública.
En contraste con otros países modernos, en la historia general de México el debate ha sido muy escaso. Se nota tanto en el ámbito gubernamental como entre ciudadanos. Hay una serie de taras muy evidentes. Las discusiones a menudo se descomponen, alguien se ofende, se lo toma personal, entran los sentimientos, las descalificaciones, las pancartas, hasta que llega un hombre fuerte a decir que aquí sus chicharrones truenan. Pasa seguido en universidades, en comités vecinales, en asambleas, en oficinas, en los poderes públicos, en los medios y también a veces entre familiares y amigos. Ahí es donde se refleja esa falta de cultura del debate en nuestra educación. En general, usted puede ir a un país donde ésta ha florecido y darse cuenta de que, tras una discusión ríspida sobre una idea, la gente se va al pub a echarse unas chelas. O, mejor aún, discute en el pub.
Escribí mi primer libro sobre los enemigos del debate en México, esos personajes, obstáculos y condicionamientos en nuestra cultura que lo impiden o entorpecen. Identifiqué elementos históricos, políticos, lingüísticos, educativos y mediáticos que aparecen como fantasmas a la hora de discutir. Esta semana en La Hora de Opinar –programa de debate y opinión del que soy panelista–, sostuve el segundo de dos polémicos debates sobre racismo en México y Estados Unidos que encendieron la discusión pública. Más allá del tema discutido –que no pienso abordar aquí salvo para ilustrar el punto más amplio– durante el debate reaparecieron algunos de los fantasmas identificados en mi libro que quisiera resaltar no como reproche póstumo ni provocación, sino como una meditación sobre la calidad del debate en México. Lo invito a ver el programa para contar con un mejor contexto.
En México es sumamente común el ad hominem, la primera de las falacias lógicas y una de las principales trabas del debate, que consiste en descalificar un argumento no por su idea central sino por quien la emite. Esta forma de desautorizar a alguien por su perfil tiene muchas expresiones contemporáneas. Ya no sólo se circunscribe a su connotación más burda –que la validez de un argumento depende del color de la piel o clase de la persona–, sino que ahora se ha vuelto costumbre la increíble estupidez de que sólo las víctimas directas pueden hablar de un agravio colectivo: para hablar de violencia contra las mujeres se debe no sólo ser mujer sino preferiblemente haber sido golpeada; para hablar de pobreza se debe ser pobre; para hablar de transexualidad, transexual. Uno tarde o temprano se pregunta si para hablar del Imperio Romano habría que revivir a un guardia pretoriano. Me parece válida la idea de que la experiencia de una persona nutre una discusión, pero también la distancia crítica de un ajeno. Desde luego, esta es una artimaña táctica muy eficaz para controlar un debate, porque permite deslegitimar a quien se considera inoportuno. En ese sentido, no es coincidencia que quienes más la emplean sean afines a la industria del victimismo. Pero más allá de intenciones oscuras, el problema de esta sandez es que, en el fondo, sesga en favor de una de las partes el argumento en disputa.
En México es sumamente común el ad hominem, la primera de las falacias lógicas.
Por otro lado, en los debates mexicanos son muy comunes los desfiguros. El debate viene de los griegos, pero se volvió un elemento inseparable de la cultura política a partir de la Ilustración. En Inglaterra la gente iba a antiguos teatros isabelinos a ver debates como una forma de entretenimiento. Eran espectáculos llenos de wit inglés, de mordacidad, ironía y elocuencia. Son legendarios los debates que sostuvieron en las tabernas de Filadelfia quienes después fueron revolucionarios y padres fundadores de Estados Unidos. En el siglo de las luces proliferaron asociaciones estudiantiles de debate en los países ilustrados y éste se volvió parte de la educación y de la formación liberal. El debate es una práctica ilustrada porque se supone que en ella triunfa la razón sobre la víscera, la cabeza sobre el hígado. Si algo merecía la descalificación en aquellos teatros ingleses, en aquellas tabernas de Filadelfia, en las sociedades de alumnos, era perder la compostura, hacer berrinches, arrebatos o enojarse. Hasta la fecha: en los debates escolares el que se enoja pierde. Como escribió Desmond Tutu: “no grites, mejora tu argumento”. No están prohibidas la vehemencia y la emoción, al contrario, son también fundamentales para la persuasión y el convencimiento, pero sí la desmesura.
En México también se acostumbra preferir el efectismo sobre la razón y los argumentos. En un buen debate, uno debe servirse de evidencias, datos, referencias, ejemplos, experimentos para sostener una posición. Esos se contrastan y cotejan: hay unos mejores que otros, unos más sólidos, otros menos definitivos; pero en México a menudo recurrimos a sustitutos como las consignas y las posiciones aparentemente morales. Puede ser que no exista evidencia suficiente para demostrar una causa supuestamente noble y que ésta deba esperar estudios más extensos. Mientras tanto, la verdad es secuestrada por lemas morales a los que se les da el beneficio de la duda anticipadamente. La ciencia parte del escepticismo y la duda. Si bien hay avances irreversibles, el verdadero motor del conocimiento sigue siendo el cuestionamiento. Toda duda sobre algo indefinido es, pues, aceptable. Ése es el verdadero peligro de la corrección política: inhibe preguntas y proscribe argumentos mediante la intimidación que las minorías intolerantes ejercen con argumentos morales.
También es curioso cómo muchos debatientes (la palabra ni siquiera existe en español, como en inglés debater) y sus simpatizantes se parecen a nuestro presidente López Obrador. Siempre hay oportunidad de culpar al árbitro, al formato, al oponente, al entorno, al pasado, a las reglas, en lugar de asumir los errores, revisar los postulados y afinar los argumentos para presentar un mejor caso la próxima vez. Un buen debate rara vez se clausura definitivamente, sino que se desarrolla en capítulos hilados dentro de una discusión más amplia cuyo propósito es ir logrando una síntesis, un consenso sobre la verdad. Sin embargo, en nuestra incipiente cultura del debate esto es raro que suceda porque después de encuentros muy polémicos y ríspidos, es poco común ver lo que en inglés se conoce como sportsmanship, o deportividad: el reconocimiento del oponente, el agradecimiento al contertulio, la dignidad de la derrota que hacen posible un siguiente encuentro. Es más común buscar aniquilar al oponente mediante llamados a la censura, al linchamiento, a la cancelación. Son comunes los fanáticos que no toleran el disenso.
Al margen de estos y otros obstáculos al debate de los que doy cuenta en mi libro, hay una buena noticia. A partir del referido debate en La Hora de Opinar, me di cuenta de que existe en nuestro país una audiencia que sabe discernir más allá de su posición respecto a la moción en disputa. Puede estar o no de acuerdo contigo, puede incluso estar en las antípodas, pero aprecia un buen debate, reconoce la decencia y la ecuanimidad, valora el respeto y la razón. Y, sobre todo, lo que más valora es la sinceridad. La franqueza es clave en un país que se rige por la hipocresía. El mexicano es un experto en detectar máscaras. Por ello siempre es mejor defender tu posición con buenos argumentos y honestidad intelectual, que intentar quedar bien.
*Este ensayo se publicó el 30 de mayo del 2022 en Literal Magazine: Liga