Long is the way and hard, that out of Hell leads up to light.
–John Milton, Paradise Lost.
Hay una biempensantía mexicana que abandonó hace tiempo el barco obradorista –algunos por genuina decepción, otros porque no les hicieron caso– y que empieza a nutrir las filas de la resistencia democrática conforme el régimen les deja claro con la destrucción del INE que no era broma eso de mandar al diablo las instituciones. Democratinskys, coreanos del centro, nopodíasabersistas, deliberados, abremáslosojos, y en general mucha de esa progresía activista joven que el neoliberalismo becó en el extranjero y que luego regresó con la noble intención de darle una sacudidita de justicia social al sistema promoviendo el ascenso de un humilde líder comunitario. Nadie es dueño de la oposición y entre más, mejor. Así que bienvenidos sean. Sin embargo, los arrepentidos traen consigo una serie de taras que hay que desmontar y de las que hay que estar atentos porque son precisamente las que los condujeron a las fauces del Licenciado y que ahora pueden perjudicar al esfuerzo opositor y su ya de por sí oscuro panorama.
No sorprende a nadie que la gran mayoría de los contritos sean de izquierda y suscriban el cuento insostenible de que ese lado del espectro es por antonomasia moralmente superior a la derecha. Sin embargo, la dicotomía entre izquierda y derecha ha perdido utilidad en el mundo actual que se debate entre democracia y autoritarismo sin distingos. Por ello, no importa mucho si la coalición opositora es encabezada por un personaje cargadito a la derecha sino que sea demócrata. Preferible una derecha democrática que continuar con una izquierda antidemocrática. Además de al personaje en sí, en una coalición plural los arrepentidos tendrán que aguantarse las ansias de no ver un robusto programa de políticas públicas escandinavas. Cuando la democracia está en juego no hay mucho espacio para que las consignas sean demasiado complejas ni quisquillosas. Con todo, tendrán que convivir con diversos grupos –algunos de ellos acérrimos adversarios ideológicos– y tolerar el terrible pecado de unir manos con quienes en otros temas menos cruciales consideran unos fachos irredimibles.
Los arrepentidos traen consigo una serie de taras que hay que desmontar.
Más allá del lado en que se coloque el eventual candidato, estos fariseos deben estar preparados para que no sea ni la mitad del Abraham Lincoln que quisieran, como tampoco lo serán muchos de los que lo acompañen en la coalición: diputados, senadores, gobernadores y munícipes. Como dice el clásico: “con estos bueyes hay que arar.” Eso no significa que debamos conformarnos con cualquier buey, sino que hay un universo limitado de bueyes del cual hay que intentar escoger a los mejores. Si estamos esperando toros de Miura donde no hay, tampoco habrá arado. Como le dijo Joe Biden a sus respectivos puristas cuando enfrentaba a Trump: “No me comparen con Dios, sino con la alternativa”.
También es preciso filtrar el antipartidismo que corre por sus venas. El purismo ciudadano esconde algunas obviedades. La primera es que hacerle fuchi a los partidos políticos es suscribir el estigma del Licenciado. Una de las principales razones por las que ha sido exitosa la ola demagógica global que ha empoderado a los famosos outsiders es precisamente el discurso antipartidista. El purismo ciudadano extremo conduce al populismo, aunque sus apologistas no lo sepan y aunque los partidos se hayan ganado el desprecio a pulso. Con todo y todo, la presión ciudadana inteligente debe enfocarse en fortalecer a los partidos, no en tirarlos a la basura. Además, cualquier neófito en política sabe que es virtualmente imposible organizar una coalición exitosa sin políticos profesionales. La sociedad civil no puede prescindir de los partidos y los partidos no deben prescindir de la sociedad civil.
Por último, hay que desmontar a la triste, deslactosada, desabrida, aunque muy cómoda y siempre segura Corea del Centro; ese sitio donde uno puede vivir sin arriesgarse, abrigado por un aparente manto de neutralidad. En normalidad democrática, el centro desde luego es lo más loable: ese gran crisol de pluralidad donde confluyen las ideas moderadas y que orilla a los radicales a los confines. Ahí siempre se ha ubicado el liberalismo democrático, luchando en dos trincheras contra fachos y commies. Pero cuando la democracia está en juego, el centro no es una opción moral. Equiparar a ambos lados –el que quiere destruir a la democracia y el que quiere defenderla– es darle un tamiz de aceptabilidad al autoritarismo.
Nuestra oposición no da para arreglar el desastre obradorista en seis años; pero sí para impedir que cuaje en un autoritarismo transexenal. Adam Przeworski define a la democracia como un sistema donde los partidos pierden elecciones. La encomienda de la oposición en esta coyuntura es que esa definición de democracia siga siendo posible en México. Lo que suceda después es problema de otro momento. Mientras tanto, garanticemos el piso mínimo: poder seguir cambiando de gobernantes, una perlita de libertad de 25 años en 200 de autoritarismo.
*Este ensayo se publicó el 6 de marzo en Literal Magazine: Liga