Poder y venganza
La destrucción del Poder Judicial mezcla el poder y el desquite en un espectáculo innoble y perverso, el típico sello del régimen.
Nunca me convenció la hipótesis que adjudicaba la destrucción del Poder Judicial exclusivamente a una revancha personal del tirano, resentido por los reveses que la Suprema Corte le había propinado tras la salida de su lacayo Zaldívar. El propio ministro González Alcántara suscribió esa explicación en una entrevista. Incluso hubo quienes se aventuraron a suponer que se trataba de un berrinche por aquella vez en que Norma Piña, honrosamente, no se levantó a saludarlo.
Me convencía más la posibilidad de que se tratara, antes que nada, de un power grab: un golpe de poder muy común en el nacional-populismo, necesario para cimentar una dictadura. Esta maniobra –en particular la elección popular de jueces– ya se había diseñado en España, propuesto en Venezuela y concretado en Bolivia. Y está fincada, como hemos comentado en Disidencia, en la jurisprudencia fascista. De modo que parecía más bien sacada de un manual de procedimiento.
Sin embargo, los recientes acontecimientos –quiero decir, la manera, el tono, la forma, la estética– con que se ha ejecutado este golpe, me han hecho reconsiderar mi lectura y asignarle un papel central al desquite con saña.
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