¿Por qué no hay true crime en México?
Como fanático del género y exprofesor de periodismo, me pregunto por qué no ha florecido el true crime en México, esa mezcla de periodismo narrativo y crimen real de alto perfil.
Es uno de los géneros más complejos, porque si bien permite todo el drama necesario para conferir el horror de un caso, también es fácil cruzar al terreno de la ficción o, peor, al melodrama y el morbo de baja estofa. Es una línea delgada y se puede caminar pero requiere de grandes periodistas y editores, como Truman Capote, Hunter S. Thompson, Dominick Dunne, Bill Kurtis y Ann Rule.
Con ello no quiero decir que no exista en México, pues ha habido auténticas obras maestras, justamente de maestros. De cajón pienso en Las muertas de Ibargüengoitia, quizá el retrato más espeluznante que se haya hecho sobre la sociedad mexicana en general. Y digo retrato porque no inventa absolutamente nada, el crimen es real y es periodismo, pero es la mirada del autor la que permite desenterrar los peores secretos (saben a qué me refiero). En el catálogo no podría faltar tampoco Huesos en el desierto, de Sergio González, sobre el mismo tema: nuestra afición, como sociedad, a matar y enterrar mujeres, en este caso en Juárez. Y hay otros destellos por aquí y por allá.
No. Lo que quiero decir es que no se ha desarrollado, no es común ni habitual, no abunda en el mainstream, ni el buen true crime ni el malo. Son obras contadas que apenas llegan al público amplio. Y me pregunto por qué, arriesgando algunas ideas que quizá revelen algo no sólo de nuestro periodismo sino más allá.
Una primera pista es que cuesta mucho dinero. Viáticos, nóminas, estancias, seguros, un equipo editorial y, sobre todo, tiempo…, mucho tiempo. El true crime es uno de los géneros más caros porque implica echarse un buen clavado a un crimen a veces durante meses o años. Incluso son caros los casos en los que el periodista no se propone resolver el crimen sino apenas seguirle la pista a la policía o relatar los hechos.
Y el periodismo mexicano no tiene ese lujo. Por un lado, seguimos creyendo que el periodismo es un arte pro bono, y que el periodista debe ser un bohemio pobretón de izquierdas. Y por otro, no hay una audiencia que consuma lo suficiente para financiar medios que le paguen bien a los periodistas. No hay cultura de la suscripción ni publicidad independiente, de modo que los medios no sólo no tienen muchos incentivos para aventarse una investigación así sino que, además, siguen dependiendo del gobierno.
Y cuando tu principal cliente es el gobierno, las fuentes naturales para el true crime como la policía y el aparato de justicia quedan atrapadas en un conflicto de intereses permanente. Encima, las fiscalías, tribunales, cárceles, ministerios —toda la cadena que involucra a una pieza de true crime— son auténticos laberintos sin salda donde hay que picar mucha piedra por mucho tiempo y, a aveces, conformarse con las filtraciones por goteo que le dan a uno si no es que antes caen las habituales amenazas e intimidaciones. Si eso es verdad hoy, imaginémonos cómo era bajo el viejo régimen en las décadas en las que proliferó el true crime en otros países.
Pero los crímenes ocurren y hay que reportarlos. Y es ahí donde creo que el periodismo mexicano se conformó con la nota roja, nuestra versión tabloidera del true crime. Es mucho más barata, no exige ningún rigor —ni del medio ni del público— y cubre la demanda esencial de morbo. Ya Monsiváis y otros han tratado el fascinante mundo de la nota roja mexicana que, por supuesto, tiene su horror y su encanto. Sólo digo que fue un recurso más ad hoc a nuestras posibilidades.
Lo del rigor apunta a una pista adicional. El true crime necesita un público más o menos sofisticado. No digo que alta cultura ni mucho menos, pero sí una audiencia curiosa, capaz de leer, de comentar e intrigarse; una sociedad mediatizada. No estoy seguro de que la mexicana tenga esas cualidades, salvo quizá —y apenas hasta ahora, en el siglo XXI— en sus dos o tres grandes ciudades.
“No se ha desarrollado, no es común ni habitual, no abunda en el mainstream, ni el buen true crime ni el malo. Son obras contadas que apenas llegan al público amplio.”
El true crime pertenece a un orden social más o menos moderno y burgués, donde ya está sometida la barbarie. O sea, ya hay una autoridad, se ha aceptado el pacto legal y ha ganado el sheriff. Eso es crucial, porque una de las condiciones básicas para el género es justamente que el crimen sea insólito, excepcional, impensable…, que es lo que lo vuelve enigmático. Si tienes decenas de asesinados al día en todos lados, como en México, un caso más ni siquiera es material para la nota informativa. Y no estoy hablando de la reciente espiral de descabezados, embolsados y pozoleados producto del conflicto armado. Si uno revisa las cifras de homicidios, se da cuenta que en los treintas, cuarentas, cincuentas y sesentas del siglo pasado —ya bastante después de la revolución— nos matábamos al doble y triple que hoy, aunque usted no lo crea. La barbarie es vieja. Que además haya sido sobre todo rural, fue peor aún para el desarrollo del género, porque en los pueblos ni había el orden social necesario, ni la violencia era extraordinaria y, lo más importante, no había periodismo local con capacidad, ni nacional con voluntad, de reportar algo así. Tal vez Televisa hubiera podido hacer buen true crime aprovechando el establishment telenovelesco. Tenía el presupuesto, los periodistas y guionistas para ello, pero seguro no había la disposición política ni la audiencia.
Con todo, empiezo a ver esfuerzos dignos. Algunos reportajes ya no tan recientes de Héctor de Mauleón, como Esclavas de la calle Sullivan, valen mucho la pena. No se diga el macabro libro San Fernando: última parada, de Marcela Turati, sobre la masacre de 72 migrantes en Tamaulipas, aunque ya roza un poco en el narcoperiodismo. Y como leer sigue dándonos más escalofríos que los propios crímenes, la mayoría de lo que he visto es televisivo y cinematográfico. Ahí están La dama del silencio, sobre la mataviejitas; A plena luz, sobre el asesinato de cinco jóvenes en la colonia Narvarte de la CDMX; y la docuserie Cassez-Vallarta: una novela criminal. A algunas me gustaría quitarles ese sabor sociológico siempre presente en las producciones mexicanas, esa búsqueda de causas y razones en la pobreza y la necesidad, que a menudo justifica los crímenes y en mi opinión le quita la crudeza al true crime. A otras, me gustaría quitarles las insinuaciones políticas y el proselitismo, que también siempre se suelen deslizar en México. Pero tal vez ya es mucho pedir. Son propuestas contemporáneas que al menos cumplen el género a cabalidad, y se agradece el empuje, pues la última palabra siempre la tiene la audiencia.
*Se publicó el 4 de diciembre del 2024 en Literal Magazine: Liga