Que siga la historia
Estamos viviendo una época oscura y difícil pero no por ello menos fascinante. La nostalgia es una trampa.
El comediante Bill Burr sugería hace poco que el mundo se debió haber acabado en los noventa. Ya saben: en pleno fin de la historia, ese lugar teleológico de Fukuyama en el que la democracia liberal ha triunfado sobre el comunismo y el fascismo, y el hombre ha llegado al final de su evolución ideológica y política. Caía el muro de Berlín, se reunificaba Alemania, salían el Nevermind de Nirvana y el Chronic de Dr. Dre. Mandela se volvía presidente y se acababa el Apartheid. Se fundaban Amazon y Google. Octavio Paz era consagrado como uno de nuestros mejores poetas. Bill Clinton entregaba una gran presidencia a pesar de un escandalito aún permisible en esas épocas. Se acababa la guerra en Yugoslavia. Se lanzaba el Hubble. Se estrenaba Pulp Fiction. Una gran década.
Sin embargo, lo de Burr no es nostalgia por el esplendor sino desolación por la decadencia que vendría. El nuevo salto al nihilismo. Algunos ubican el origen de la descomposición en el ataque a las Torres Gemelas. Ahí es cuando se le clavó la daga al imperio. Haya medido o no la magnitud del daños que ocasionaría, al bárbaro Bin Laden le salió muy bien: los progressive liberals hicieron un mea culpa bochornoso que calificaba de merecido el ataque por los excesos de Occidente, sin reparar en que los bárbaros odian todo lo que ellos adoran. Se anunciaba ya una gran confusión moral. Además, en esos años se inauguró la posverdad con la mentira flagrante de Bush y Colin Powell sobre las armas de destrucción masiva de Saddam para justificar la guerra más imbécil jamás peleada.
Otros ubican el inicio de la decadencia en el meltdown financiero del 2008. El resquebrajamiento no fue tanto económico cuanto que moral dado que la recuperación fue rápida y las finanzas, de hecho, quedaron mejor de lo que estaban antes. Pero sí se fracturó la doctrina del progreso inevitable, el relato de que Occidente había llegado a una irreversible estabilidad. La crisis no sólo hizo parecer que el cuento era mentira, sino que las élites confeccionaban artificialmente ese cuento. Fue entonces que se desenterraron las viejas demagogias y los encuadres maniqueos: ricos contra pobres, oprimidos contra opresores. Se inyectó desconfianza e incertidumbre, incredulidad y recelo.
Con el ambiente cargado de emociones negativas, llegaron las benditas redes sociales. Muchos las ven como causa del derribamiento de la ciencia y el liberalismo porque democratizaron la opinión, deslegitimaron a los expertos, derrumbaron a los guardianes, y relativizaron la verdad objetiva. En pocas palabras, hicieron realidad el sueño del posmodernismo donde todas las opiniones valen lo mismo, donde no hay ninguna jerarquía de veracidad y no hay forma de discernir la verdad de la mentira. Las redes trajeron el caos que lleva al autoritarismo. Una distopía en donde no puedes confiar en nada ni en nadie, y en la que la información de los tiranos vale lo mismo que la de los demócratas; una cacofonía en la que es muy difícil organizar una resistencia.
Y, bueno, qué horrible se ha puesto todo. Guardo especial aversión por el maldito wokeísmo y sus epifenómenos. Después de los noventa se puede ver con mucha claridad una reacción oscurantista contra la libertad y el individuo. Dominan las tribus con su nuevo orden jurídico basado en identidades. Esa protección moral les ha dado permiso de perseguir, linchar y cancelar todo lo que atente contra la nueva jerarquía de estamentos. Gente como yo se encuentra al final de la cadena alimenticia. No es queja, pues me da vigor para la resistencia, pero a veces preferiría la paz de Fukuyama. Me hubiera gustado que no existiera el MeToo: esa regresión a la barbarie medieval, esa inquisición espeluznante, esa cacería de brujas animada por un ímpetu premoderno que disuelve todas las garantías de la Modernidad como la presunción de inocencia, la ley, el derecho a un juicio justo. Preferiría mil veces que no existieran cuotas de género o raciales que utilizan la victimización como vía de chantaje para descomponer el mérito. Tampoco me gusta un mundo en guerra con la creación artística en el que un comité moral puede decirle a un director de cine, a un escritor o a un pintor cómo hacer su obra.
El comediante Bill Burr sugería hace poco que el mundo se debió haber acabado en los noventa.
Me hubiera encantado ahorrarme también a todos los demagogos iliberales que pudren por dentro a nuestras democracias: desde Trump y Bolsonaro hasta Putin y López Obrador. Me gustaría borrar de un plumazo a este régimen guacamolero de resentidos iletrados que regresó como zombi desde la ultratumba de nuestra peor historia a cobrarse su agravio emocional. Me gustaría que no hubiera mañaneras ni que se estuvieran incinerando mis impuestos en refinerías, trenes ecocidas y en mantener a una subclase clientelar. Me gustaría no estar financiando a mi propio verdugo. Aunque, bueno, en el caso de México tampoco esperaba mucho. Me rompe más el corazón EEUU, donde me eduqué bajo el aura de Jefferson y Paine. Me entristece que la democracia liberal más antigua del mundo esté estrujada y en riesgo de muerte entre un estafador con ínfulas de autócrata y aquel wokeismo colándose en todas las instituciones como agua en los recovecos.
En cuanto al mundo, me gustaría que el imperialismo zarista teocrático no hubiera diseminado su veneno en el ciberespacio contaminando a nuestra conversación pública; que no existiera una invasión genocida a Ucrania amenazando la estabilidad europea. Y qué decir de los otros bárbaros: quisiera poder borrar el ataque atroz de las bestias yihadistas contra mujeres, niños, bebés y ancianos inocentes israelíes el 7 de octubre; y, sobre todo, no tener a tantos apologistas suyos en las universidades, medios y calles occidentales anhelando la caída del milagro occidental.
Luego comprendo que nada de eso es posible. No se podría borrar nada. El deseo de Burr es una fantasía melancólica que de hecho es –como dicen los místicos advirtiendo contra la ilusión del tiempo– una de las causas del sufrimiento. Sufre la añoranza sin darse cuenta de la imposibilidad del retorno. Es también un afán por la monotonía: dejar las cosas suspendidas como estaban sin volver a conocer nada nuevo.
Pero, además, aun si se pudiera, me hago la pregunta seriamente: ¿Querría? ¿Querría perderme –ya sea como partícipe o espectador– esta historia después del fin de la historia? ¿Querría perderme toda esta época que no por terrible y oscura y peligrosa ha sido menos fascinante? ¿Me perdería incluso lo más feo? ¿La insurrección del califato islámico, la pandemia, las guerras en Ucrania y en Medio Oriente, la amenaza de la inteligencia artificial, la guerra contra el narco en México? ¿Me perdería aun lo más frívolo? ¿Las batallas tuiteras, la cara de decepción de los obradoristas progres que creían que esto sería una república amorosa, a los hombres ganando competencias femeninas de natación, y a las feministas apoyando a Hamas?
Si los tiempos hacen a los hombres sería muy ingrato decir que sí, que me perdería de ellos, pues estos tiempos me han hecho. Y si los hombres hacen a los tiempos, también, pues ya esculpiremos unos nuevos, es inevitable.
Que tremendisimo trabajo el tuyo, de acuerdo en cada punto sobre todo en lo del wokismo, lo del progresismo esta brutal, gracias por este magnífico trabajo máster!!!
Me gustó mucho el brillante resumen de cómo hemos llegado a la situación actual. Como toda situación, tiene PROBLEMAS y OPORTUNIDADES; para lograr disfrutar la fascinación que mencionas es importante descubrir más oportunidades que problemas. Lo que es inaceptable es no hacer nada.