Uno de los peores aspectos del obradorismo es la demagogia, ese veneno divisivo que se escupe todas las mañanas en contra de los enemigos inventados del movimiento: los ricos, los blancos, la herencia española, los aspiracionistas, los periodistas, los jueces, los artistas, los científicos. Ataques que no sólo son lanzados contra individuos sino también instituciones: la Corte, el INAI, el INE, el Congreso, el Conacyt, las universidades y los centros de pensamiento. El obradorismo necesita ese combustible de enemistad para mantener a su base movilizada, consumar todos los días la transformación.
El veneno matutino tiene consecuencias reales. No es sólo la asimetría del poder abusivo o la comisión de delitos a plena luz del día –como revelar información fiscal, o volver a periodistas enemigos públicos en el país más mortífero para el oficio–. Es, sobre todo, la degradación de la conversación pública. El veneno es vertido sobre el ágora mediática desde el freak show mañanero, luego magnificado por el aparato de propaganda en los medios afines, y finalmente reproducido por los millones de centinelas digitales al servicio del poder en una perpetua lluvia de agresiones contra gente de carne y hueso.
Buena parte de esa demagogia consiste en excluir y repudiar a los enemigos del pueblo bueno. Eso es esencialmente el populismo: la delimitación de la nación genuina frente a sus apátridas. Por eso ejerce la persecución caricaturesca, el postureo moral, el identitarismo y la violencia simbólica. El problema es que los perseguidos también son mexicanos. Si tuviera que señalar el peor rasgo de López Obrador es ese: no es un Estadista, no es un presidente de todos los mexicanos. Es un líder de facción.
El obradorismo necesita ese combustible de enemistad para mantener a su base movilizada.
Cuando esa violencia se vuelve física, el populismo ha devenido en fascismo. El obradorismo no es fascismo aún, pero es lo más cercano que hemos estado. Y ya con eso es sumamente cansado. Y también triste. Es triste saber que el régimen y sus corifeos –y por consentimiento, sus millones de seguidores– no te consideran un compatriota, sino un pérfido errante, un extraño enemigo, un forajido sospechoso. Simplemente porque no te pareces al cliché de bronce o llevas otro apellido.
Soy escéptico de lo que la oposición y Xóchitl Gálvez puedan hacer si llegan al poder. No creo en los salvadores y menos en seis años. Será un sexenio extremadamente difícil, seguramente sin mayoría legislativa, con la administración pública federal en ruinas, una bomba fiscal haciendo tic-tac, más de veinte gobernadores morenistas y el crimen organizado enquistado. Lo que sí sé, a juzgar por el discurso que se ha esbozado y la naturaleza de la retórica, es que se acabaría el veneno cotidiano. Al menos desde el poder. Si el obradorismo pierde, lo seguiría vertiendo desde La Chingada, un poquito más lejos.
*Se publicó el 8 de septiembre del 2023 en Etcétera: Liga